Por: Carlos Martínez Loza


Iguala, Guerrero, Marzo 4.- Hace unos días me hicieron una de las preguntas más difíciles. Me la ha hecho el maestro Eduardo Luis Feher en el prestigioso programa de radio Diálogo Jurídico que conduce espléndida y platónicamente desde hace 15 años.

Aún sigo pensando en una respuesta que sea digna para un planteamiento enorme por su trascendencia humana. Al reflexionar, inmediatamente se puebla mi discurso de algunos topos universales y fácilmente reconocibles: “A nadie se le puede obligar a ser feliz” (Borges); “Felices los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados” (Cristo); “La felicidad consiste en la posesión del supremo bien” (Aristóteles); estos tres tópicos desembocan en el mar de la infinita perplejidad.

En filosofía se denomina “eudemonismo” a toda inclinación ética según la cual la felicidad es el sumo bien. Es decir, no puede existir incompatibilidad entre el bien y la felicidad. El partidario del eudemonismo afirmará que la felicidad es el premio de la virtud y el obrar moralmente; por contrario, el antieudemonista afirmará que la virtud vale por sí misma, produzca o no la felicidad.

En el Sermón del Monte, el discurso de discursos de las naciones cristianas, parece que Cristo enseñó ambas posturas. En su célebre alocución considera digno de felicidad (bienaventurado) al que obra virtuosamente: con humildad, mansedumbre, misericordia, paz y limpio de corazón. Pero también es feliz el que llora, el que tiene carencias, el que tiene hambre y sed de justicia, filosóficamente podría decirse que el llorar y padecer injusticia, aunque a los ojos del mundo no sea ni mucho menos ninguna felicidad, hay en ello una virtud que vale por sí misma; por lo tanto, se es feliz por esa simple circunstancia.

Aunque parezca una contradictio in terminis decir “Felices los que lloran”, en su fundamento se adscribe a una posición momentáneamente antieudemonista, pues esos que lloran “serán consolados” en el futuro. Su lloro ahora no produce felicidad, pero paradójicamente ya la produce porque en esas lágrimas hay una potencialidad de dicha que pasará a acto por una acción divina: el consuelo eterno de Dios. Nuestro dolor es la potencialidad de Dios para hacernos felices. Por eso la enseñanza “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.” (Mt. 11. 28.)

San Agustín habló de la felicidad como la posesión de lo verdadero absoluto y de Dios: el que posee el conocimiento y amor de y para Dios es feliz, pues ha logrado la máxima satisfacción espiritual y la suma de los bienes posibles.

De cierto no podría responder con presteza a la pregunta tan compleja y desbordante qué es la felicidad. Pero una secreta felicidad he sentido al ensayar estas reflexiones que ahora escribo.

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