Por: José I. Delgado Bahena
Aquella noche, después de haber paseado durante dos días por la Ciudad de México, dándome unas vacaciones que ya me hacían falta, y de estar en el toquín de mi banda preferida, en el Auditorio Nacional, me dirigí hacia la plaza Garibaldi, me metí a un burdel para ver el show de unas bailarinas obesas, que no me motivaron para nada; por lo que mejor me fui en busca de un mariachi y de unos tragos de tequila para, al menos, enturbiar mis sentidos.
Quizá por eso no advertí la jugarreta del destino. Cuando me di cuenta ya estaba cantando: “Vámonos, donde nadie nos juzgue, donde nadie nos diga que hacemos mal…”, pero bien acompañado de Fátima, una chava bien buenota que andaba con su amiga Lupe, quien de pronto se nos perdió y nos dejó solos.
Después no supe qué más hicimos; pero desperté, al otro día, con Fátima en la cama del hotel, por el metro Hidalgo, donde me había hospedado.
Ella me dijo que yo le había prometido que me la traería conmigo a Iguala, y que, además, la aceptaba con una chamaquita de ocho años que tenía.
Lo malo (¿o bueno?) es que mi difunto padre me enseñó a respetar mi palabra y, como ella me aseguraba que se lo había prometido, tuve que cumplirle; así que que regresé con vieja, y hasta con hija.
Después de haber batallado con la vida para conservar mi soltería, a pesar de haber estado a punto de perder la guerra en varias ocasiones, a mis cuarenta y cuatro años, tuve que acoplarme a mi nueva condición. Dejé la casa materna y me fui, con Fátima y su hija, a rentar una casa cerca de mi taller de herrería, por las Américas.
La verdad, no me quejo. Fátima me salió muy buena onda y por más de siete años convivimos muy bien. Yo me responsabilicé de ella y de su hija. Las acepté porque, a mi edad, ya no pensaba en formar un hogar y menos convertirme en padrastro. Pero me aventé a la aventura; y pues, creo que tuve suerte. Es más: Cristina, su hija, al poco tiempo se acostumbró a decirme papá y jugaba con ella como si realmente yo la hubiera engendrado. Cuando llegaba del trabajo, me saludaba con un beso y se sentaba en mis piernas para ver la tele. Yo le ayudaba con sus tareas y la empecé a querer como a una hija.
“¡Ay, Gerardo! ¿Cómo me va a cobrar la vida este premio de lotería que me saqué contigo?”, me dijo mi mujer al ver la armonía que teníamos en la casa.
“Como quiera que sea, el suertudo soy yo”, le respondí, “Dios me regaló a mi reina y mi princesa, ¿qué más quiero?”
Con ellas a mi lado, hasta me aparté de los cuates y de las parrandas. Solo de vez en cuando me tomaba unas chelitas en el taller, con algún cliente, y llegaba algo faroleado a la casa, pero nada más. Así fuimos afianzando nuestros sentimientos y todo transcurría en armonía, hasta que Cristina cumplió los quince años.
A mis cincuenta y un años, sin haber podido engendrar un hijo con mi vieja, me sentía muy emocionado por ver a esa jovencita que llegó a mi vida como una niña y que ahora se transformaba en una mujer muy hermosa y tan noble de sentimientos.
Todo iba muy bien, pero en la fiesta, cuando el maestro de ceremonia me anunció para pasar a bailar el vals con ella y tomar su mano, rodear su cintura y poner mi rostro junto al suyo, sentí que las luces del salón me envolvían y un perfume suave penetraba por mis sentidos enturbiando mi mente. Entonces, con delicadeza en mi voz, para no perturbarle el momento, le dije:
“Te quiero mucho hija, deseo que seas feliz siempre.”
“Yo también te quiero mucho, papá, y para ser feliz solo deseo vivir contigo y con mamá”, me dijo al oído, dejándome sentir su respiración cálida y provocando en mi piel un estremecimiento igual al que sentí cuando besé por primera vez a mi primera novia. Entonces, entrecerrando los ojos, le dije: “Así será, hija, no lo dudes.”
Sin remedio: desde esa noche de los quince años, yo dejé de ver a Cristina como una niña y me fijaba más en sus curvas, en sus juveniles pechos y en sus bien torneadas piernas. Cuando ella llegaba de la prepa, pasaba al taller, me saludaba con un beso que rosaba mis labios y yo sentía la frescura de esa boca que se me antojaba besar y morder con pasión.
Así pasaron tres meses, hasta que un día no me aguanté, y como mi chalán se había ido por unos refrescos, cuando Cristina llegó y me saludó, le capturé su boca con la mía y le di un beso intenso, lleno de la pasión que sentía por ella. Pensé que me rechazaría; pero no, al contrario: sus labios y su lengua se entregaron, provocándome una erección que no pude disimular, por lo que, cuando se fue, me metí al sanitario a desahogar mi excitación.
A partir de entonces, sin explicaciones ni disimulos, nos buscábamos en los momentos propicios para seguir con el juego erótico que nos transportaba al placer natural del sexo, pero sin protección alguna.
Los resultados la delataron muy pronto. A los dos meses se le interrumpió la menstruación. Fátima la llevó al hospital donde le confirmaron un embarazo que Cristina no negó, ni mi nombre, como el causante de su estado.
Cuando llegaron de recibir los resultados, e informarme sobre la situación, fue la madre la que habló.
“No te preocupes”, me dijo, “no tengo nada en contra tuya; al contrario: sigo estando muy agradecida por el apoyo que nos has dado durante todos estos años. La decisión no depende de nosotras, sino de ti. Ambas te amamos; si te parece bien, podemos seguir igual. Yo no podré darte un hijo, porque mi matriz se dañó al nacer Cristina. ¿Qué piensas?”
Apendejado por su discurso, no sabía qué hacer, si reír o llorar. Las dos llenaban mi vida y habría sido doloroso perder a alguna.
Han pasado ocho meses de una gran felicidad al lado de mi reina y mi princesa. Desgraciadamente, hace un rato salió el ginecólogo que derrumbó mi castillo con la mala noticia de que el bebé, enredado en el cordón umbilical, nació muerto, y Cristina lucha por su vida al haberse complicado el parto con una hemorragia, por tener placenta previa, que los médicos no previeron, y no han podido controlar.