Por: Carlos Martínez Loza


Iguala, Guerrero, Enero 7.- Los teólogos medievales pensaron que había «pecados de la lengua». Entre ellos figura el curioso pecado de ‘contentio’, que vendría a significar una guerra que se hace con palabras. Por ejemplo: guerra defensiva, el que se niega testarudamente a cambiar de opinión; guerra de agresión, el que ataca verbalmente al prójimo sin buscar la verdad sino solo la agresión; guerra de palabras, el que abandona toda verdad para engendrar litigio y blasfemia; guerra de la argumentación maliciosa, aquel que se opone a la verdad con argumentos refinados para satisfacer su deseo de victoria. Estos son solo algunos ejemplos del pecado de la ‘contentio’.

En su ‘Diccionario de argumentación’, Christian Plantin dice que la ‘contentio’ es un pecado de segundo nivel, derivado de un pecado capital: el orgullo. ¿Quién tendría la fortaleza moral de aceptar que ha perdido una disputa argumentativa? Tal parece que el orgullo y la vanidad, como también lo pensó Schopenhauer, es un obstáculo tenaz y casi insalvable.

En la obra “Pecados de la lengua en la Edad Media”, Casagrande y Vecchio (1991) enlistan más de una docena de comportamientos argumentativos pecaminosos. Entre ellas figuran la mentira (mendacium), aquella palabra que dice lo falso, el perjurio (perjurium) y el falso testimonio (falsum testimonium), y también los pecados “hacia al otro”, que en esencia son un tratamiento indebido al prójimo; por ejemplo, la declaración hiriente (contumelia) o calumniosa (detractio). Estos pecados bien pueden equiparse a la falacia ad personam o a la falacia ad hominem en su versión abusiva.

Ahora, he aquí un pecado sumamente llamativo: «el pecado de elocuencia». Incurre en el aquel que obra con abundancia de palabras, las amplifica, las repite y las exagera. Es una verborragia, una palabra superflua (vaniloquium), un parloteo insustancial (multiloquium). Ya Cicerón se lamentaba de que la elocuencia sin sabiduría es casi siempre perjudicial y nunca resulta útil para la sociedad.

A todo lo anterior, tengo para mí que el primer tratadista de los pecados de la lengua fue Santiago el Justo. En su carta que aparece en el Nuevo Testamento de la Biblia, escribe una de las secuencias discursivas más emblemáticas acerca de la lengua. Santiago afirma que la lengua es como un fuego, un mundo de maldad, llena de veneno mortal que tiene que ser domada por medio de una sabiduría celestial que es pura, pacifica, amable, benigna, llena de misericordia y que no miente contra la verdad. Santiago nos enseña que tenemos que hablar con responsabilidad, pues también tratamos al mundo y lo que hay en el por medio de las palabas, nos relacionamos con los otros por medio de las palabras. Santiago ha trazado para todos nosotros las coordenadas geográficas de aquello que podríamos denominar el ethos de una buena argumentación.

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