Por: Carlos Martínez Loza


Iguala, Guerrero, Febrero 4.- Algunos oradores romanos pensaban que el orador ideal tenía que ser un hombre bueno. No bastaba con las virtudes elocutivas y sus aditamentos: la gran voz, la grata presencia, el grave ademan y el artificio retórico en la palabra. El orador ideal no solo debía ser aventajado en el hablar, sino también “en todas las prendas del alma”, escribió Marco Fabio Quintiliano hacía el siglo I d. C.

He pensado que esa hermosa doctrina bien podría resumirse así: “ser bueno para hablar bien”. A la elocuencia le precede la ciencia de la bondad y de la justicia. Ya Aristóteles sabía muy bien esto, en su ‘Retórica’ escribe acerca del ethos, es decir, de la imagen que el orador construye de sí a través de su discurso para lograr la influencia sobre auditorio. Esa imagen se proyecta por medio de las virtudes morales que hacen creíble y digno de confianza al orador: sabiduría (phrónesis), virtud (árete) y benevolencia (éunoia).

Gerardo Ramírez Vidal, uno de los más cualificados investigadores sobre retórica en el país, me ha comentado personalmente que es un error considerar a la sabiduría y la benevolencia como parte del ethos, pues solo lo es la virtud. Sin embargo, más allá de esa controversia etimológica y de traducción, considero indispensable repensar las virtudes morales del orador como personaje público que se erige guía político, religioso, ideológico o de cualquier otra naturaleza de los espíritus de una nación.

Fue el fraile Diego Valadés, en el siglo XVI, el primer mexicano (Nueva España) que escribió sobre el orador ideal pensado desde la tradición retórica romana. Hijo del conquistador Diego Valadés, que vino en la expedición de Pánfilo de Narváez, y de madre indígena tlaxcalteca, se educó con los religiosos franciscanos de quienes aprendió filosofía, teología y esa alhaja antigua que es el latín. Su obra fundamental es la ‘Retórica cristiana’ (1579), el primer libro de un mestizo de la Nueva España publicado en Europa.

En el primer capítulo, y siguiendo a Cicerón y Quintiliano, Diego Valadés escribe sobre el varón bueno y hábil para hablar. La condición de hombre bueno es primordial para el orador total de Valadés, pues “nada es más pernicioso para las cosas públicas y privadas que la elocuencia que dispone a la maldad”. Razona además que si el discurso es como un alimento para el alma, este alimento se pudre si proviene de un alma insincera, pues “el varón malo es un orador no solo funesto sino también destructivo”.

A todo lo anterior, pienso que la enseñanza es única, contundente y universal: el poder de la palabra se perfecciona en la justicia y el bien.

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