-Mi madre, la mejor del mundo.
Por: Rafael Domínguez Rueda
Mi madre, aunque hace años dejó este mundo, aún sigue siendo la mejor del mundo. No lo digo nada más por un decir o por un arrebato filial, sino porque muchos de los que la conocieron, de los que la trataron me lo manifestaron y a la fecha todavía me lo hacen saber, de ahí que en esta ocasión la evoco con el mejor de los recuerdos, en estas líneas.
Ella fue una mujer excepcional, fuera de serie, única, como ya no puede encontrarse otra igual, sobre todo en estos tiempos. Fue pintora profesional, concertista de piano. Además, sabía bordar, enseñar, cocinar, entre otras lindezas. Era una mujer sencilla, modesta, segura de sí misma, perseverante en luchar por lo que quería, haciendo las cosas de la mejor manera.
Por lo general, los hijos desconocemos muchas cosas de nuestros padres, porque de niños sólo nos interesa el juego, de jóvenes el estudio y las muchachas y cuando nos damos cuenta, ya de adultos nos hacemos muchas preguntas sobre nuestros antepasados, pero ya es tarde.
Cuando con mi esposa decidimos que los hijos, además de asistir a la escuela, debían aprender algún oficio, determinamos llevarlos a una academia de música para que aprendieran a tocar piano. La más conocida era la de la maestra María Salinas, pues cada año ofrecía a la ciudadanía un concierto con todos sus alumnos, mismo que se trasmitía por la radiodifusora XEKF.
Yo no conocía a la maestra. Sin embargo, cuando los llevamos a inscribir nos atendió muy bien. Al momento de despedirnos, ella se dirigió a mí y me comentó algo que me dejó pasmado. “Yo lo conozco muy bien a usted. Y quiero decirle una cosa. Si me dediqué a este arte, fue porque una vez, mis padres me llevaron a un concierto de piano que se ofrecía en el templo de San Francisco. Ahí conocí a su mamá. Ella tocó el piano. Sus manos me parecían mariposas sobre el teclado y las notas no sólo alegraban sino transportaban a otro mundo, un mundo de fantasía. En ese momento decidí ser pianista. Y vea. Aquí sigo.” Vaya que fue una gran sorpresa para mí.
Sin embargo, la pasión de mi madre fue la pintura y de ella voy a hablar. “Si todo pudiera decirse con palabras la pintura no tendría razón de ser”, así se expresó el norteamericano Edward Hopper. Recuerdo esta frase, porque mi madre, en sus telas plasmó el silencio, como se percibe en el cuadro de “La adoración de los Reyes Magos”; la soledad, en el de “La Crucifixión”; la magnificencia, en el “La virgen de Guadalupe”, en el que, por cierto, plasmó mi cara de niño en el ángel que la acompaña; la exuberancia de la naturaleza quedó grabada en dos cuadras de garzas y el sentimiento de gozo lo manifiesta “El Niño Jesús” con las tablas de los Mandamientos en el que retrató a mi hermano.
Mi madre, en su niñez estudió en el colegio del Verbo Encarnado de Chilapa, regido por las religiosas Teresianas españolas. Allá, además de sus estudios elementales aprendió a pintar, a tocar el piano y a bordar. Destrezas que en su adolescencia perfeccionó en Cuernavaca.
Pintó cuadros por inspiración, como también por encargo. De estos últimos recordaba mucho uno que le encargaron de un templo del estado de Puebla. De los primeros, casi todos tomaron rumbos diferentes, pues como se encontraban en Chilapa, a la muerte de su tío, fueron recogidos y llevados a rematar a la ciudad de México.
Su pintura más apreciada fue un San Antonio que una familia que vive frente al empezar a subir las gradas a la capilla de San Antonio allá en Chilapa adquirió. Dimos infinitas gracias a esa familia, porque nos permitió trasladar ese cuadro hasta Iguala para que acompañara a mi madre en sus últimos días.
Al fondo de la sacristía del templo de San Francisco, acá en Iguala, abarcando toda la pared se encuentra una pintura de El Calvario, pintada a principios del siglo pasado por el pintor Burgos. En la década de los cuarenta también del siglo pasado, mi madre la retocó. Igualmente le hizo retoques al cuadro de la Virgen de Guadalupe que se encuentra dentro del mismo templo. En fgc este último, me comentaba mi madre, dejó constancia al reverso de la pintura.
De su inmensa obra, una serie de dibujos, mi hermano dejó que las inclemencias del tiempo se las llevara. Un lienzo, del que yo estaba enamorado, era un paisaje urbano de Iguala. No había en ese cuadro presencia humana alguna. Tal se diría que los habitantes de la ciudad salieron de ella para que la artista pudiera trabajar sin otra compañía que la de sí misma. Las calles perfectamente alineadas, las montañas que en la lejanía se ven, dan idea de un valle inmóvil en el espacio y en el tiempo.
Ella, como mujer fue una artista consumada, como esposa una santa, como hermana un ángel… y, no sólo por el amor que le tengo, mi madre es la mejor del mundo. Y, aunque parezca egoísta, la seguiré adorando en mi relicario.