-La Cartilla…

Por: Rafael Domínguez Rueda

En aquellos tiempos, década de los 50’s del siglo pasado, eso de ser conscripto en México era cosa muy seria. Cuando ibas a cumplir 18 años debías por fuerza acudir a la oficina de reclutamiento del Ejército, y así, a partir del primer domingo de enero hacer el servicio militar obligatorio.

En este servicio debías llegar antes de las cinco de la mañana, pues exactamente a las cinco pasaban lista y el que hubiera llegado después quedaba arrestado. Tan pronto acababa el pase de lista, le daban a uno un arma para que la mantuviera al hombro todo el tiempo. Pobres de los enclenques que empezaban por tambalearse, pues era motivo de regaños y malos tratos.

De las cinco de la mañana a las doce del mediodía había que recorrer un promedio de cinco o seis kilómetros de ida y otros tantos de regreso, a ratos marchando y a ratos trotando. Sólo así podías obtener la cartilla, documento más necesario entonces que la credencial de elector de hoy, sin la cartilla no te aceptaban en ningún trabajo. Además, sin ella no podías entrar en las cantinas ni en los congales, así que no tenías derecho de disfrutar de esos paraísos terrenales.

Para obtener la cartilla de Identidad del Servicio Militar Nacional debías alistarte en la Junta Municipal, de lo contrario, si ya habías cumplido 18 años de edad y no te habías registrado te consideraban remiso y dabas lugar a ser sancionado con multas que cada año se incrementaban.

Resulta que, después de asistir todos los domingos durante once meses y ya faltando solamente dos domingos para que nos liberaran la cartilla el instructor falleció, y lo peor, por ningún lado apareció el registro de nuestra asistencia.

Un año me trajeron en vueltas y como no se arreglaba nada, me vi precisado a enlistarme nuevamente, pues a mí me urgía la cartilla. Si no hubiera vuelto a marchar, iba a tener muchas restricciones y me hubieran considerado desertor, por lo que en cualquier momento hubiera podido ir a prisión militar, donde había soldados mariguanos que lo hacían objeto de abusos tan inconfesables que ni siquiera podías denunciar.

Así pues, volví al centro de reclutamiento que me correspondía –la primera vez lo hice en Chilapa, la segunda en Iguala-, ahí te preguntaban tus generales, te tomaban las huellas digitales y te citaban para que fueras tal día, a tal hora y a tal lugar a fin de participar en el sorteo.

La sola mención de esa palabra, “sorteo”, te ponía a temblar. En el sorteo cada conscripto debía sacar a ciegas, de una ánfora una bolita de madera. Había muchas blancas y pocas negras. Aquellos que sacaban bola blanca quedaban en el acto incorporados a la partida o regimiento del Ejército del lugar; mientras que los que sacaban bola negra eran acuartelados y de inmediato los asignaban, casi siempre, en ciudades alejadas de la suya. Por ello, interrumpían sus estudios, tenían que abandonar su empleo, dejaban familia, novia, amigos y muchos de ellos cuando regresaban, traían vicios, entre los cuales, el del alcohol, era el menor.

Cuando al sortear a los conscriptos se mencionaba el nombre de quien había sacado bola blanca, las autoridades aplaudían y bellas damas de la localidad entregaban ramos de flores al venturoso joven a quien la suerte había deparado la fortuna de no salir de su pueblo. Afortunadamente en las dos ocasiones saqué bola blanca.

No quiero dejar de comentar que, tal parece que Hermandades, como la de San Nicolás de Tolentino, ya se politizaron. No podía dar crédito que, en esta Semana Santa, en la parroquia de San Francisco de Asís, el martes Santo sólo hubo once agachados, uno cargando una cruz, tres cargando mazos de varas y diecisiete disciplinándose; de éstos 14 eran hombres y 3 mujeres; en total 32. Cuando hace cincuenta años fácilmente rebasaban los 130 penitentes.

Al preguntar a una de las directivas de la Hermandad, me explicó que eso se debe a que muchos no van durante el año y nada más el mero día quieren participar. Entiendo que los tiempos cambian, pero las Hermandades deben adecuarse y no estar pensando en tener un listado de asociados para manejarlos como un club. Las cofradías y hermandades deben aglutinar a personas convencidas de su fe, de sus creencias y del por qué forman parte de esa hermandad.

Así se va perdiendo no sólo la fe, sino también las costumbres. Había una señora que vivía en Chicago, pero cada año, venía exclusivamente a cumplir con su “manda”, su promesa.

En mis tiempos, después de tres horas de liberar la espalda y los brazos de la pesada carga o incorporarse luego de caminar encorvados, los penitentes estaban exhaustos, pero felices. Y a la pregunta de la razón por la cual se empeñaban en cumplir con esa penitencia, la respuesta se repetía en todos:

-Es una promesa, un ofrecimiento por un favor recibido… todos somos pecadores y en este tiempo queremos expiar nuestras culpas.

Para eso deben existir las Hermandades, para permitir que los penitentes de la condición que sean o del género que sea, una vez más cumplan con su misión y revivan esa añeja, milenaria tradición de los penitentes durante el Martes Santo.

Ayer, hoy y mañana debe seguir viva la Semana Santa, si es que los igualtecos no queremos seguir perdiendo nuestra identidad.

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