• Son otros tiempos.

Por: Rafael Domínguez Rueda

Hasta hace unas cuatro décadas Iguala gozaba un distinto modo de vida: era tranquila, segura, apacible y provinciana. La gente muy trabajadora, pues, desde las cinco de la mañana ya andaba en pie.

Tengo presente que en 1948 se inauguró el cine Independencia. Se abrió la calle Salvador Herrera que entroncó con el callejón de La Paz, frente al salón Asturias, donde se hacían los bailes rumbosos, mientras a la Quinta Ma. Eduviges acudían las «regatas». Ese mismo año, las noches del 8 y 9 de julio, dos laureles que estaban en la esquina de Hidalgo y Vieyra se cayeron.

En 1952, en una reseña de Iguala que me publicó Revista de Revistas, así describí a mi ciudad: «Esta histórica ciudad se esconde, como recatada novia provinciana en su magnífica vegetación, pues a pesar de que por todos lados se llega a ella de la altura, no se descubre, sino cuando se ha llegado, denunciando su existencia una tupida arboleda…» y es que el 99.9% de las casas eran de adobe y teja, con amplios patios y frondosos árboles.

Conocí el mercado «Antonio Mercenario» al centro tenía una pileta de agua, siempre rodeada de cargadores, prestos a que les solicitaran sus servicios para llevar el agua de la fuente a las casas.


A fines de 1949, dicho mercado fue desalojado y reubicado a las calles colindantes al atrio con el fin de construir uno más funcional, para ello se adquirieron los predios de las familias Coria y Ponce, los cuales estaban situados al noreste de la manzana. El 24 de febrero de 1952 se inauguró el mercado municipal «Adrián Castrejón”, que abarcaba toda la manzana y estaba dividido en cruz. Al lado norponiente las fondas; sur poniente, carnicerías y pollerías; sur oriente, frutas y legumbres; nororiente ropa y enseres. Los locales que circundaban el mercado eran de abarrotes, sombreros, muebles y otros.

Existían, también, la conocida calle de los jarros, el callejón de las sandias, el rincón de los aperos.


La gente se saludaba. Los domingos por la mañana, los oriundos saludábamos en la iglesia de San Francisco. La matiné en los cines Ma. Isabel e Independencia. Por la tarde, la imprescindible vuelta al Jardín -más conocido como Zócalo- de los jóvenes, mientras los niños y los adultos se recreaban en el Monumento.


El comercio -actividad preponderante de toda la vida- era floreciente. Sus principales industrias eran: la agricultura, ganadería, fábricas de jabón y la elaboración de artísticos artículos de plata y, sobre todo de oro.


En la agricultura, el maíz se daba tan lozano que no tenía rival en toda la república; el angú se exportaba a Israel, el mango petacón iba a la CDMX, del estropajo, venían por él las fuerzas armadas de Estados Unidos; de plantas medicinales, venían por ellos de Japón. El jabón, además de los pueblos aledaños se iba a Cuernavaca, CDMX y Puebla.

Los artículos de plata tenían un cercano consumo en Taxco; en tanto que por las piezas de oro venían agentes del extranjero a recoger la mercancía, pues había talleres hasta de más de 40 operarios. Todavía hace 30 años, por estas fechas, se estacionaban hasta 30 autobuses por los alrededores del atrio, el Zócalo y el Monumento, pues venían revendedores de varios Estados, a surtirse.


Había cuatro sitios de coches de alquiler, con la circunstancia de que todos los carros puestos al servicio del público eran último modelo.
Mi amigo Alfredo Avilés Tadeo me dió a conocer los nombres de los tres primeros taxistas que obtuvieron el permiso correspondiente: Tomás Gómez, Anastacio Román y José Ma. Flores.


Nuestra ciudad debe tener, merece mejor vida. Por eso es importante dar a conocer su historia, sus personajes y como era en el pasado, porque su futuro está en manos de oriundos y allegados.

En el trienio pasado se llevó a cabo una reestructuración del Centro Histórico, Una obra, sin pies ni cabeza, que acabó con nuestro pasado. «Borraron cada pieza de nuestra historia local. Y el concepto universal de kiosko en nuestro Zócalo borró su noble función de diseño urbano con el paraguas de concreto. El diseño de paisaje de jardineras acabó con la frescura de la vegetación también retirada y borrada de nuestro tradicional Zócalo y Monumento», según expresión de un experto.


Yo, nada más concluyo: Si una ciudad pierde su fisonomía, pierde su patrimonio, no solo borra su pasado, sino también pierde su identidad, de modo que no sabe de dónde viene ni a dónde va.

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