—La Feria de mi Iguala
Por: Rafael Domínguez Rueda
Viví una niñez feliz, en armonía familiar y con muy pocos, pero buenos amigos. Era la década de los cuarenta. En la década de los cincuenta, prácticamente pasó de noche para mí la adolescencia, pues hasta los diecisiete años mi pasión era el juego. Ese año me sorprendió la juventud y me abrió las puertas de la gloria.
Mi ciudad era pequeña y tranquila, dividida en cuatro barrios tradicionales. Sus límites, aunque no amurallados estaban perfectamente circundados. Al norte, la limitaba el arroyo que pasaba por el puente «Colorado» que se unía al río Iguala, casi a la altura de donde desemboca la calle de Bravo.
Esta corriente que torcía hacia el sur, a la altura de donde desemboca la «Agua de manteca”, era el límite de la población y las calles no tenían salida. En los años veinte se abrió la calle de Juárez para construir al puente mocho, pues originalmente por ahí iba a pasar la carretera que viene de Taxco. En la década de los treinta se abrió la de Bravo y a fines de los cuarenta se abrió la privada de Pacheco, pues se construyeron unos lavaderos públicos junto al río. Al poniente, solo había dos salidas: una, cuando construyeron el puente a la llegada del ferrocarril y la prolongación de Zaragoza, pero que sólo usábamos en el estío cruzando el rio sobre piedras.
Al sur, solo había dos salidas: una, la famosa tranca de «Cocula”, en la calle Pineda, y la otra tranca, a la salida de la calle Morelos. Al oriente, estaban abiertas, la calle Real o Aldama y Guerrero. Bandera Nacional sólo llegaba a Bravo y Ramón Corona desembocaba en el campo de futbol.
En los años cuarenta no había más de 13 mil habitantes y en los cincuenta llegó a 20 mil. En las calles circulaban muy pocos automóviles y los fines de semana nos dábamos el lujo de jugar futbol en la calle. No se apreciaba pobreza en las familias. Las personas mayores tenían una fuente de trabajo; nunca faltaba alimento en sus hogares y hasta se daban el lujo de salir por la tarde a sentarse sobre las banquetas para orearse.
Aprendimos a respetar a los adultos y a aplicar las normas de cortesía. A las doce, todo mundo suspendía sus labores o se detenía en la calle, a rezar el “Angelus». Costumbre que adoptó la radiodifusora XEIG. Las puertas de las casas podían estar abiertas, no existía temor de que entrara algún intruso.
Por las noches, de siete a nueve, los niños jugábamos en la calle, sin peligro de ser atropellados por algún auto, a las escondidas, a la monja y el diablo, al burro fletado o castigado, a los encantados.
Socializamos mucho, creamos lazos afectivos y una identidad. En la escuela aprendíamos las lecciones que nos enseñaba el maestro, pues no había libros de texto. Las clases eran de mañana y de tarde. En la mañana nos enseñaban materias y, en la tarde, artes manuales. No había festivales, solo se celebraba el 10 de mayo. En diciembre había posadas, pero en los amplios patios de las casas. Nunca me tocó vivir una suspensión de clases. A la escuela siempre acudí sólo y caminando.
En 1953, se llevó a cabo una Exposición agrícola, en los terrenos del CREN y del Seguro Social, donde participaron los 16 municipios de la región norte del estado de Guerrero. Sorprendía ver la grandeza de las calabazas de Acapetlahuaya, los camotes de Pilcaya, los tomates de Tetipac, las mazorcas y estropajos de Iguala.
En 1954, la Feria se empezó a realizar en el Centro histórico: Templete sobre la calle de Galeana, exactamente frente al monumento; a espaldas, dentro de un solar los Juegos mecánicos; sobre la segunda calle de Independencia, exposición agrícola; primera calle de Vieyra, exposición comercial: primera calle de Constitución, stands de las cervecerías; en donde cada noche se presentaban un artista o grupo del momento; entre Zócalo y atrio, comida regional. Era una feria familiar y punto de encuentro de la población que ahí se reunía.
Hoy todo cambió. Se han incorporado nuevas hábitos y desaparecidos otros. Iguala es ahora una ciudad muy poblada, buena parte de su población se ha proletarizado y otro tanto se ha deshumanizado y su feria del Centro desapareció, porque ha cambiado de lugar. Los niños ya no juegan en la calle y no conocen los juegos de antaño, entregados a la fiebre electrónica y digital. El ambiente de tranquilidad y el respeto por los otros ya no existe en sus calles y su feria dejó de ser familiar; se convirtió en un espacio donde la humanidad se confunde entre la multitud.
Aunque no to crean, viví tiempos mejores.