Por: Carlos Martínez Loza


Iguala, Guerrero, Mayo 27.- Antes de escribir Stendhal leía dos o tres páginas del Código Civil francés, como una manera de perfeccionar su estilo. El lenguaje jurídico siempre debería ser un modelo para hablar bien: con claridad, brevedad y coherencia en el razonamiento. En la Antigüedad grecorromana el discurso jurídico era el modelo que dictaminaba los principios a los demás tipos de discurso: ya fuera un discurso político, social o religioso.

Pero al arte oratoria no le basta cumplirse en tanto arte; es decir, el artífice (artifex) que ensaya brillantemente el arte de hablar bien (ars) en cada materia (genus), con los medios (instrumenta) y los fines (finis) tiene además que considerar eso que podemos llamar la causa final suprema: saber elegir entre qué sí y que no convencer y cómo hacerlo en vista de un bien legitimo sin dañar a otro. No hacerlo es peligroso, alguien diestro en la oratoria podría tener como fin satisfacer un interés pero haciendo daño a los demás, Hitler y el derecho nazi son los apellidos materno y paterno de ese tipo de oratoria desvinculada de la causa final suprema.

A la técnica debe agregársele la sabiduría y la prudencia. Las dificultades de la vida que necesitan de una solución jurídica no se resuelven en sede de la técnica oratoria: de alzar más la voz, de ejecutar el ademan adecuado o la figura retórica; se resuelve en sede de la ‘iurisprudentia’, pues es el iurisprudente el que sabe deliberar acertadamente, con juicio recto y veraz sobre la realidad, y que nos dice ‘qué hacer y por qué’ ajustándose siempre a los cálculos de la razón y ésta a lo mejor que puede ser realizado por el ser humano. Justificar una decisión judicial presupone fatigar los campos de la razón práctica, o como dice Rolando Tamayo y Salmorán, “el mundo de la prudentia”.

Para comprenderlo con mayor claridad podemos pensar en una analogía. Creo que fue Kierkegaard el que dijo que de nada sirve leer recetas cuando se está hambriento; de la misma manera, las mejores recetas para preparar un buen discurso dejará hambriento al que tiene hambre y sed de justicia sino se le vincula a la iurisprudentia. Si hay algo que debemos abrazar con amor es la idea según la cual la oratoria no es el fin del jurista sino su medio para decir el derecho, lo justo y el bien sin sus mutaciones malévolas.

La jurisprudencia y la oratoria son ciertamente dos paradigmas autónomos pero que deben convivir integrados. La una es ciencia y la otra ‘ars’, la una me dice ‘qué hacer’ y la otra ‘cómo decirlo’. Creo que esta es la esencia de aquella famosa frase ‘Ius Semper Loquitur’ (el derecho siempre habla), y esa naturaleza parlante del derecho debe siempre operar con rigor, con razón, con lógica, abismando a los primeros principios de la realidad, conociendo la naturaleza humana, clarificando los conceptos, adecuando el pensamiento a la verdad. De lo contrario se convierte en una palabra superflua, en un parloteo insustancial, en un ‘vaniloquium iuris’.

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