Por: José I. Delgado Bahena
“¿Sabes qué me dijo mi mamá hace un rato?”, me preguntó Cristina al subirse al asiento delantero de la combi que manejo en la ruta hacia el centro de la ciudad.
“No sé…”, respondí con inquietud, pensando lo peor.
“Ah, pues que no fuera a comer carne, porque es vigilia.”
“Como que eso está difícil, ¿no crees?”, respondí con disimulo, por los dos pasajeros que traía desde la base.
“Pues… no depende de mí”, respondió deslizando las yemas de sus dedos sobre mi pierna derecha.
Cristina era una chica a quien había conocido una tarde que regresaba de la ciudad con solo un pasajero; al bajarse él, nos quedamos solos y entablamos una conversación que nos permitió cultivar una amistad, primero, y una relación de amantes, después, aun cuando ella supo desde un principio que no me separaría de mi mujer y de mis dos pequeños hijos.
La verdad, mi matrimonio iba muy bien, pero al conocer a Cristina sentí que la sangre me quemaba las venas y, sin medir consecuencias, me embarqué en la nave de la infidelidad con la confianza en que mi esposa, por su trabajo de maestra, difícilmente se daría cuenta.
Ese día lunes, Perla: mi mujer, me dijo que tendría que ir a un almuerzo con sus compañeros maestros porque, según ella, no aceptaron suspender clases el viernes, ya que su sindicato les había conseguido el permiso para irse de vacaciones de Semana Santa un día antes.
Yo me salí a trabajar temprano, como siempre (aún a oscuras, para estar al tiro con los estudiantes de la UT y del Tec) y supuse que Perla se iría más tarde al bufet, en un restaurante del centro, donde se reuniría con los demás maestros de su escuela.
Como a las once y media de la mañana, se subió Cristina, con sus provocaciones; entonces, al bajar el último pasajero que llevaba, acordamos irnos a un hotel que está por el periférico sur, del lado de la Ruffo.
El hotel tiene la particularidad de que todas las habitaciones están en la planta alta. El cajón para el vehículo queda abajo y hay que subir una escalera para entrar al cuarto. Ya adentro, cerramos las cortinas que cubren los grandes ventanales que dan hacia el patio del hotel y permiten ver los cristales de otras habitaciones.
Lo que sea, Cristina tiene un cuerpo muy bonito; además, le ha agregado detalles que la hacen ver más sexi: como una pequeña mariposa tatuada donde le termina la espalda y una pulserita de oro que usa en el tobillo de su pie izquierdo.
“¿Qué, no te piensas divorciar de tu esposa y casarte conmigo?”, me dijo, mientras nos ayudábamos a desnudarnos.
Antes de responder, me puse a reflexionar sobre lo curioso de que, antes de la relación sexual, uno desviste al otro; pero, después del acto cada quien se viste, solo, por su lado.
“Creo que ese tema ya lo hemos platicado muchas veces”, le contesté mientras le mordisqueaba el cuello y destrababa su sostén. “Por lo demás, ella no me da ningún motivo y yo no soportaría vivir lejos de mis hijos”, agregué.
“Pero, ¿no crees que merezco vivir, al menos, con una esperanza?”, me preguntó mientras me tomaba de la mano y me atraía hacia la cama.
No contesté, por respuesta, tomé el control que estaba sobre el buró de cemento y encendí la tele.
“¿Qué hora es?”, preguntó para ocultar su desconcierto ante mi silencio.
“Las doce y media”, le respondí viendo la hora en mi teléfono celular. “¿Por qué?”
Como respuesta, me abrazó al tiempo que me decía:
“Por nada. Vente: vamos a pecar.”
Apenas nos regalábamos las primeras caricias cuando, de pronto, sentí que la cama se movía en una forma que no correspondía a nuestros movimientos.
“¡Está temblando!”, gritó Cristina.
Efectivamente, en ese momento me di cuenta de que una lámpara, que colgaba muy cerca del espejo del tocador, se balanceaba por el temblor natural de la Tierra, que en ese momento se sentía.
Al percibir que la intensidad del sismo aumentaba, nos incorporamos y, sabiendo que nos encontrábamos en riesgo, por estar la habitación en la planta alta, con ventanales y grandes espejos, sin ponernos de acuerdo, tomamos una sábana cada uno y bajamos hasta el patio.
Grande fue mi sorpresa, al encontrar ahí, semidesnudos, a Perla, mi mujer, y a Javier, su compañero de trabajo que, al parecer, habían ido a pecar también en el mismo lugar que nosotros.