Por: José I. Delgado Bahena

“¡Ni lo pienses, perra!”, me gritó Ernesto con su mirada vidriosa y salpicando con su saliva parte de mi mejilla izquierda.


“Es que… entiende: ya no quiero nada contigo. El maldito amor que sentía por ti se acabó, tú lo mataste…”, le dije entre lágrimas tratando de convencerlo de que termináramos nuestra relación y que cada quien siguiera por su lado.


No había terminado de decir la última palabra cuando me dejó sentir el peso de su mano derecha con toda su fuerza sobre mi rostro, junto con la obsesión que él había construido en sus emociones con un noviazgo que no iba a ningún lado.


“¡Antes, te mato, estúpida!”, me amenazó apretando fuertemente mi brazo y pegando su boca a mi oreja, para quemarme el oído con su chillante voz.


Esa fue la primera vez que me golpeó. Yo no sabía qué hacer; más que adolorida, estaba asombrada por ver frente a mí a un Ernesto que no conocía, y al cual, desde ese momento comencé a aborrecer.


A mis diecisiete años, y a punto de terminar la prepa, era el segundo novio que había tenido. En aquella época me consideraba poca cosa, mi autoestima estaba por los suelos y me valoraba en poco menos que una rata.


Él fue quien se acercó a mí y yo no quería creer que quisiera salir conmigo. Aunque íbamos en distinto grupo, por no llevar la misma especialidad, lo había visto en varias ocasiones durante los recesos; solo en una ocasión cruzamos palabra, cuando me preguntó cómo me llamaba. Después quién sabe con quién consiguió mi número de celular y me enviaba mensajes muy bonitos que hacían que me sintiera única, incomparable y feliz.


“Espérame en el receso, a un lado de los baños”, me dijo en un mensaje un miércoles de mayo, cuando ya se acercaba el festejo del Día del estudiante.


Yo obedecí ciegamente porque ya él era mi dueño y no supe decir que no cuando me pidió que fuéramos novios, y ahí mismo me besó. Desde esa mañana se convirtió en mi sombra, en mi vigilante. Era mi territorio, mi frontera, mi cielo abierto, mi dominio.


Si a él se le antojaba, nos salíamos de clases o no íbamos a la escuela. Entonces, aprovechando que su casa quedaba sola, nos refugiábamos ahí y nos entregábamos a la pasión juvenil: sin responsabilidad y sin tregua; sin compromisos ni promesas.


En dos ocasiones, en que su mamá descansaba en su trabajo de mesera, nos fuimos a mi casa, sabiendo que mi mamá estaba en la oficina, donde trabajaba de secretaria.


Yo le creía todo. Era mi dios, mi agua, mi luz, mi aire. Le escribía poemas y, aunque no les hacía mucho caso, volaba entre las nubes con solo ver mover sus labios para decir: “Está padre”.


Lo malo de todo fue que al mes y medio de haber tenido relaciones sexuales sin protección, se me interrumpió mi menstruación; entonces, con una gran mueca en su boca, me dijo: “No te preocupes, tengo un tío que es médico y en un dos por tres te arregla tu problema.”


Así fue. Con un medicamento que me dio, aborté y solo tuve que quedarme en cama dos días durante los cuales fingí estar suelta del estómago.


Entonces, Ernesto comenzó a alejarse de mí, me buscaba poco y me evadía cuando me veía. Creo que en ese momento debí haber advertido que lo mejor era dejar de verlo.


Pero no. Yo aún me sentía enamorada e hice todo por volver a tenerlo, como antes…


La verdad: no. No fue como antes. Por esos días terminamos la prepa y él me buscaba durante el día, en mi casa; se presentó como mi novio con mi mamá y se la pasaba ahí. Ella no dijo nada porque le aseguré que íbamos a estudiar juntos una carrera.


Yo volví a sentirme feliz; pero, un domingo que tuvo que irse a acompañar a su mamá, en una emergencia que tuvieron, dejó su celular, y yo: por curiosa, me puse a ver sus fotos que ahí traía. Grande fue mi sorpresa al encontrar muchas imágenes donde él estaba con otras chavas, desnudos y besándose. Al ver esas fotos, mi dios se desvaneció y el castillo en el que yo lo tenía, se derrumbó.


Por la noche regresó e inmediatamente me preguntó por su teléfono.
“Toma, llévate tus porquerías a otra parte”, le dije al ponerlo en sus manos. Ya vi tus fotos, lárgate, ya no quiero nada contigo.


Fue entonces que empezó a insultarme. De los insultos pasó a los golpes y, como mi mamá no estaba, me obligó a tener sexo con él.

“Si le dices algo a la vieja de tu madre, la mato”, me dijo mostrándome una pistola que sacó no sé de dónde.


Yo no supe qué hacer. Lo dejé ir y me quedé con el alma temblando.

Desde entonces, viene a casa y hace de mí lo que quiere, me golpea, me insulta y no me deja dar ni un paso a la calle.


No sé qué hacer, Tengo mucho miedo de que, si lo acuso, le pase algo a mi mamá. ¿Qué hago?

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