Por: José I. Delgado Bahena

“¡Ja, ja, ja, ja, ja,!”, se carcajeó al escuchar mi pregunta.

“No, mira…”, continuó ya con un poco de más seriedad y pensando, tal vez, en su explicación, mientras le daba un trago a su cerveza. “Es que… yo creo que nadie se debe sentir culpable; todos somos dueños de nuestra vida y construimos nuestro destino, ¿no?”

“Pues sí”, le contesté casi con un grito, por lo fuerte del sonido que inundaba el ambiente con la pésima interpretación que un cliente, ya borracho, y apoyándose en un karaoke, hacía de “Aquí entre nos”, la famosa canción que Vicente Fernández hiciera popular.

Él, Marco, me había mandado traer con mi ahijado Aldo, que él conoce, para contarme su historia.

Me dijo que hace cuatro años decidió poner la pozolería como una forma de ganar algún dinero y para esconderse de la vida; pero nunca imaginó las consecuencias que enfrentaría por sus decisiones.

“¿Por qué?”, le pregunté, sinceramente interesado al observar que su semblante se ponía rígido y se frotaba las manos. El tufo de su aliento alcoholizado me golpeaba el rostro mientras hablaba, pero entendí que ese hombre llevaba una carga muy pesada y deseaba que mis lectores le ayudaran a soportarla.

“Pues… porque…, mira: hace como treinta años, yo tenía una familia; es decir: mi mujer, un hijo y una hija. Mi hijo terminó la prepa y se fue con un primo de él, de Michoacán, a trabajar a los Estados Unidos; entonces mi hija estaba en la secundaria; cuando la terminó entró a estudiar el bachillerato, pero le fue mal.”

“¿Qué le pasó?”, lo interrogué acercándome para hablarle casi al oído, debido a que el tipo del karaoke insistía en lastimarnos los tímpanos.

“Ah, pues, se metió con su noviecito y salió embarazada. La verdad, no me gustó y la corrí de la casa. Mi mujer la apoyó y la mandó con una hermana suya a Lázaro Cárdenas, en Michoacán. Allá la aceptó mi cuñada y la cuidó durante el embarazo. Entonces, cuando iba a nacer el bebé, mi mujer se fue también, para ayudarle en el parto y todo lo demás. Yo no estuve de acuerdo, pero no le importó, y se fue. En esa época yo vivía por el otro lado de la ciudad y tenía mi taller de hojalatería; me iba bien y tenía unos ahorros.

“¿Y qué pasó con tu mujer?”

“Ya no regresó. Se quedó a vivir allá, con su hermana y mi hija. Quería que fuera por ellas, pero no lo hice y allá murió.”

“¿Cómo fue eso?”, le pregunté intrigado y atisbando en su mirada.

“Pues… apenas supe que se metió al negocio de la delincuencia, en una de esas le tocó una balacera y la hirieron, murió en un hospital.”

“¿Cómo lo supiste?”

“Pues… esto es lo bueno. Agárrate. Al ver que no regresaba, me hundí en la desesperación. Por eso, cuando un compadre que tengo me ofreció este negocio, tomé mis ahorros y lo acepté para cambiar de aires y de ambiente. Entonces, después de tanto tiempo, nunca imaginé que volvería a saber de mi mujer y de mi hija…”

“Pero…, ¿cómo te enteraste?”, le insistí mientras servía en un vaso un poco de la cerveza que el mesero nos trajo sin que se la pidiéramos.

“Este… mira…”, hizo una pausa para tomarle a su cerveza y me hizo señas para hacer una pausa mientras iba al sanitario. Se dirigió a un cuartucho maloliente que tienen en una esquina del local que simula ser pozolería, pero que se convierte en cantina con una sinfonola junto al mostrador y el aparato del karaoke junto al baño.

A su regreso se le notaba triste, no era el mismo que había ido al sanitario. Antes había estado con un hombre deprimido, pero vivo; el que tenía frente a mí, en ese momento, era un cadáver: pálido, ausente, tembloroso; sin embargo, después de tomarle a su cerveza, prosiguió:

“Hace tres meses, más o menos, llegó aquí, a pedirme trabajo, una muchachita, como de quince años, cabello corto, bien parecida y llenita de su cuerpo. Me dijo que venía de Acapulco y que estaba viviendo con una amiga. Se lo di. La ubiqué como mesera; pero, a los pocos días, me fui sintiendo atraído por ella y trabamos amistad. La verdad, a mis cincuenta años no me siento tan viejo y hace un mes me atreví a proponerle intimidad. Lo aceptó y fuimos a su cuarto, por el centro, aprovechando que no estaba su amiga.

“¿Y luego…?”, lo cuestioné al ver que se quedaba viendo hacia el piso, como absorbiendo el silencio que se embarraba ahora en todo el lugar, con el karaoke apagado y sin un cliente, ni más personas que el mesero que nos atendía.

“Después de tener relaciones, platicamos y me enseñó una fotos que traía en una mochila como de escuela. ¿Qué crees? En una de ellas venía mi mujer, cargando una bebita. En otra estaba mi hija, sola. En una más estaban las tres. ¡Ella era mi nieta…!¡No manches…! ¡¿Cómo iba a saber?!”

“¿Y dónde está, ahora?”, le pregunté con ansiedad al notar su desaliento.

“No sé. Sinceramente, no tuve valor para decirle la verdad. Me dijo que andaba en busca de su abuelo, que tenía un taller mecánico (por supuesto, yo), pero no tuve valor… Preferí pedirle que no volviera al trabajo y así fue. No regresó.”

Al terminar, colocó sus brazos en la mesa y se inclinó sobre ellos, sollozando.

No le pregunté más, preferí respetarle el dolor que aún podía sentir y me retiré sin despedirme. Afuera llovía a cántaros, pero era peor el diluvio que inundaba el corazón de… el abuelo de nadie.

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