“Ella tenía marido, morbo, clase. Yo… un corazón canalla.”

Joaquín Sabina

Por: José I. Delgado Bahena

Bueno, pues así son las cosas: uno no va por la vida investigando a la gente sobre su situación civil, ni preguntando si está en una relación. No. Simplemente, los ojos ven algo en los de la otra persona… y luego que la otra persona te manifiesta empatía… pues, ni modo, solo queda obedecer al corazón e intentarlo; de manera que, si se construye algo serio y duradero, pues hay que ser valiente y arriesgarse, aunque tenga marido, como fue el caso de Berenice.

A Bere la conocí entre tinieblas, a tientas, o tal vez a ciegas. Cuando me habló sentí el trancazo de su voz, como campanillas de navidad que se embarraron en mi piel y me engallinaron el cuero.

“Disculpa, ¿me podrías decir dónde queda el Bancomer?”, me preguntó de sopetón mientras esperaba un taxi, cerca de donde están construyendo el nuevo palacio municipal.

Al voltear a ver, en busca de la dueña de esa voz, ya estaba babeando; luego, cuando vi sus ojos de miel, su cabello medio rizado y su boca jugosa, me dije: ay, mamita, qué cosas hizo Dios.

“Este…sí. Está del otro lado de la iglesia”, le respondí más turbado que nada, “si gustas, te llevo…porque, como ves, el centro es un desastre, por las obras…”, me ofrecí, no sé por qué; bueno sí sé: lo prominente de sus senos me hicieron ver lucecitas, como cuando me da un ataque de migraña, y no quería dejar de verlos.

“Por favor, te lo agradecería. No soy de aquí, vengo de Tepecoa; tengo que hacer un pago y el cajero de allá no sirve, para variar”, me dijo, y empezó a andar hacia la iglesia. Entonces se me acabaron de caer los calzones; sus glúteos, tan firmes, me decían: ven, ven, ven… y la seguí.

Al caminar junto a ella, aspiré su perfume que me transportó a los campos verdes y frescos de las montañas de Suiza. Nunca he ido, pero así ha de oler por allá. La verdad, no me acuerdo ni qué platicamos en el trayecto hacia el banco, ni cómo, de pronto, nos vimos sentados frente a una taza de café en el local de Plaza Esmeralda.

“Eres muy amable”, me dijo. “¿No te quito tu tiempo? Tal vez te espere tu esposa…”

“¡Claro que no!”, le respondí presuroso. “No tengo esposa, ni novia, ¡cómo crees!, estoy muy chavo, apenas tengo veintiséis años.

Creo que en ese momento le tenía que haber preguntado si era casada, o si tenía novio. Tal vez sí se me ocurrió hacerlo, pero no quise decepcionarme tan rápido y dejar de glorificarme con la bendición de su mirada, la música de su voz y el temblor ansioso de sus labios.

Ahí, en el café, después de quién sabe cuántas cosas que platicamos, ya no quería dejar de ver, oír y oler a la persona que esa tarde me iluminó la vida y sembró en mi corazón la esperanza de creer en un compromiso de pareja, en un amor verdadero, en la visión de un hogar con hijos y nietos.

Sinceramente, creo que la mente es la más sabia de todas las mentiras que nos pasan en la vida. No sé cómo le dije, ni qué me contestó, o cómo se dieron las cosas; pero, cuando me di cuenta ya estábamos en un hotel de por ahí cerquita.

Al entrar a la habitación, los dos nos mostramos impacientes y, como si nos quisieran matar, por la desesperación que mostramos, nos quitamos la ropa y nos paramos frente al espejo. Así: desnudos, viendo su hermoso cuerpo en el reflejo, mi erección se manifestó en su esplendor. Ella comenzó todo. Me abrazó y me besó por todo el cuerpo. Su boca era un volcán en erupción: húmeda y tibia a la vez. De pronto, buscó su bolsa y extrajo una cajita de VapoRub, se untó en los labios y me dio placer sexual.

Ya no recuerdo más. Creo que me morí soñando en tener esos brazos, esos pechos, esa boca…todo el cuerpo, para mí solo, por el resto de mi vida.

Lo cruel llegó al resucitar. Me despertó la música de una canción que ella puso en su teléfono celular: “No puedo enamorarme de ti”, de Joaquín Sabina. Con eso comprendí todo. No había nada qué decir ni qué preguntar. Me bajó del cielo y me azotó en el suelo con esa canción; sin embargo, todavía me dijo: “Discúlpame, tengo marido y dos hijos: no pienso dejarlos.”

En silencio, salimos del hotel. No le pedí su número ni le pregunté su nombre completo, ¿para qué?, no era necesario, estaba claro que yo no sería nada en su vida, porque, simplemente, yo…ya estaba muerto.

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