Suerte te dé Dios

Por: José I. Delgado Bahena

“¿Quién es la bipolar?”, le pregunté a mi hija Mayra, estudiante de preparatoria, el día que le pedí su celular para mandar un mensaje, porque me había quedado sin saldo y, de pura casualidad, vi lo que había escrito para su amigo Jaime: “¿Ya hiciste el trabajo de la bipolar?”

“Una maestra de la escuela. Ya, no estés viendo mis mensajes”, me dijo y me apuró para que le devolviera su teléfono.

Ese día no imaginé que el mensaje que le mandé a mi amigo Inocencio, trabajador de mi esposa, en el restaurante que puso ella en el centro de Huitzuco, sería mi perdición en mi matrimonio. Mandé el mensaje, lo eliminé y le devolví su celular a mi hija.

Yo seguí con mi vida normal, trabajando y aprovechando mis días de descanso para ir “a pescar”, según, en la presa de Tepécoa, con Chencho.

En realidad, mi amigo me hacía el paro y me acompañaba hasta Iguala, donde me veía con Elena, una maestra que conocí en la mueblería donde trabajo; ella llegó a comprar una tele, me dejó sus datos, de ahí tomé su número de teléfono y la contacté. Así comenzamos una relación secreta de la que solo Chencho sabía, porque ella también es casada.

Elena tenía a su mamá en una colonia de Iguala y, con el pretexto de ir a verla, viajaba todos los jueves, el día que yo descansaba, y la pasábamos muy bien en un hotel que está por la desviación hacia Tuxpan.

La verdad, yo ya venía teniendo problemas con mi vieja. Desde que decidió inscribir a Mayra en una escuela de Iguala, y yo no estuve de acuerdo, dejé de meterme en las cosas de la familia y ella hacía y deshacía con Mayra y con Paty, la menor.

Por eso, al sentirme correspondido por Elena, le hacía plática, después de la actividad sexual, en el sentido de separarnos de nuestras parejas y vivir juntos. Ella solo sonreía y me besaba. Yo entendía que lo hacía por ilusionarse también y me sentía confiado.

Pero esa noche, cuando regresé de Iguala, y mi hija me encaró en la puerta con una advertencia indescifrable en ese momento, supe que algo feo estaba por pasarme.

“Suerte te dé Dios, papá, porque tu destino tú mismo lo escribiste”, me dijo mi hija.

“¿Por qué me dices eso?”, le pregunté con ansiedad al escuchar en su tono un cierto reproche que no entendí.

“Pregúntale a mamá. Ese asunto no me incumbe”, terminó y se dirigió a su recámara.

“¿De dónde vienes?”, fue lo primero que me dijo Verónica, mi esposa.

“De pescar”, le respondí poniendo sobre la mesa del comedor una bolsa con mojarras que había pasado a comprar a unos pescadores de Tepécoa que conozco.

“¡Ahhh! ¿Y Chencho?”, me dijo mientras sacaba las mojarras de la bolsa, las ponía en una charola y las metía al congelador.

“Lo pasé a dejar a su casa”, le respondí con una seguridad mal disimulada porque en ese momento recordé que me había venido solo de Iguala, sin mi amigo, ya que nunca llegó donde siempre nos vemos para el regreso y tenía apagado su celular.

“¿Estás seguro? ¿No habría sido una “Chencha” la que llevaste a su casa?”, me dijo restregando cada letra de la palabra “Chencha” sobre el estupor que seguramente veía en mi cara.

“¿Qué tienes? Habla claro de una vez”, la presioné porque ya me estaba poniendo muy nervioso.

“Ah, ¿pues qué crees, chiquito…? me dijo entrando a nuestra recámara y saliendo enseguida con una maleta, “pues, que te me vas ahorita mismo con tu Elenita; si es que el marido no te está esperando en la puerta, porque él también está enterado de la cornamenta que los dos nos han estado poniendo”.

“Espérate, eso no es cierto, solo le di un aventón”, le dije, recordando que esa noche me traje a Elena en mi carro porque, por estar buscando a Chencho, se nos hizo tarde y la había dejado en la entrada de Huitzuco para que ahí tomara un taxi y llegara a su casa.

“¡Mejor ya cállate!”, me gritó, “tu amiguito Chencho te contará cómo se equivocó y le mandó un mensaje a Mayra, creyendo que era tu teléfono, y te preguntaba si todavía estabas en Iguala, cuando, ¡ja!, según tú, estabas en Tepécoa ‘pescando’. Agarra tu maleta y vete, es todo lo que tienes, porque hasta la casa pagué yo”.

Fue lo último que escuché. Entendí que Chencho la había regado, no alegué más y salí. Efectivamente, en la esquina de la casa me esperaba el marido de Elena en compañía de su primo Alfonso; entre los dos me pusieron una golpiza que no paró hasta que llegó don Chico García, un maestro ya grande que vive en la esquina de mi cuadra, y los amenazó con llamar a la policía.

Después, Chencho me explicó que guardó el número de mi hija cuando le mandé el mensaje desde su cel, pensando que también era mío, y mi vieja lo presionó con quitarle el trabajo si no le contaba todo.

Lo único malo fue que a Elena la perdonó Rogelio, su marido, y para nada que contesta su teléfono. Yo me fui a vivir con mi mamá y por medio de ella me enteré que mi vieja puso un letrero para vender la casa y el restaurante, porque piensa llevarse a mis hijas a Iguala para que allá sigan estudiando.

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