Por pellizcar una nalga


Por: José I. Delgado Bahena

Cuando mis amigos y yo salimos de la sala del cine y pasamos al sanitario, carcajeándonos por mi atrevimiento de pellizcarle una nalga a una chamaca que pasó frente a nosotros para sentarse con su amiga en la misma fila donde estábamos sentados, jamás pensé que esa travesura me traería las consecuencias que pasé, y ahora me hacen recordar todo.


“Pinche Eloy”, me dijo Carlos entre risa y risa, “hiciste que la chava casi tirara sus nachos, por el grito que pegó”.


“No, si hasta creo que le gustó”, le contesté riéndome y apretándome los genitales en señal de virilidad.


“¿Saben?, me parecen conocidas las dos chavas…”, dijo Daniel con un tono misterioso pero bajando el volumen, porque en esos momentos entraban al baño dos señores.
“¿Por qué no las buscamos para verlas bien?”, propuso Carlos.


“Vamos rápido”, les dije, saliendo del sanitario sin lavarme las manos.


Efectivamente, ellas se encontraban aún en el área de taquilla viendo los carteles de las películas. Yo reconocí a la que le había hecho la maldad por su falda de secundaria, y se veía muy guapa; la otra iba con un pantalón de mezclilla que la hacía ver muy bonita también.
“Hola”, me dijo la del uniforme acercándose a nosotros. “¿Cómo te llamas?”


“Eloy. ¿Y tú?”


“Marisol. ¿Por qué están tan serios?”


“Ah, porque creímos que te habías molestado por lo que te hice”.


“¡Noooo! ¡Cómo crees! ¿En dónde estudias?”, me preguntó mientras su amiga hacía plática con Carlos y Daniel.


“En una secundaria del centro. ¿Y tú?”, le pregunté emocionado porque sentía que me estaba dando entrada.


“Ah, qué bien. ¿Y vives lejos de aquí?”, me dijo, ignorando mi pregunta para saber dónde estudiaba ella.


“No. Vivo en la colonia PPG. ¿Por qué?”


“Por nada. Nos tenemos que ir. ¿Me das tu número de celular y el de tu casa?, para que te llame, si estás de acuerdo. El de tu casa, por si no tengo saldo”.


Confiadamente, y muy emocionado, le di mis dos números. En ese momento no advertí ninguna señal de amenaza; pero, llegando a la casa, me encontré con que habían estado llamando por teléfono preguntando por mí, solo eso, luego se oía que colgaban la bocina. Es lo único que pasó esa tarde y no le dimos importancia alguna.


Al siguiente día, en la escuela, la maestra de español me informó que había ganado el concurso interno de cuento y que tenía que participar en la siguiente etapa a nivel zona escolar.
En esa época yo andaba de novio con Sonia, una chavita de primer grado que me gustó desde que la conocí; pero solo la veía en la escuela, durante el receso, así que pensé que podría tener otra novia: Marisol, si me llamaba.


Entonces, como tenía que quedarme en el salón a escribir mis cuentos de práctica para el concurso, Sonia se empezó a molestar, porque no salía para que la viera, y mejor terminamos nuestro noviazgo.


Como una semana después, cuando pensé que ya Marisol se había olvidado de mí, me llamó al número de la casa. Para mi suerte, yo fui quien contestó el teléfono.


“Hola”, me dijo con una voz tenue, como lejana o cubriéndose con algo, “¿ya no te acuerdas de mí? Soy Marisol, a la que le agarraste las nalgas en el cine”.


“No…”, le respondí titubeante, extrañado de sus palabras. “¿Cómo estás? Pensé que ya no me llamarías”.


“Bien, gracias. Me gustaría platicar contigo, hoy. ¿Dónde te puedo ver?”, me dijo con la misma voz hueca, sin chiste, que no me regalaba la imagen de la chavita que conocí en el cine.


“¿Qué te parece si nos vemos en la entrada del CICI, frente al lienzo charro, como a las 6 de la tarde? Llevaré una playera morada, por si no te acuerdas bien de mí.


“Sí. Ahí te veo. No me falles.” Fue lo último que dijo, y colgó.


A pesar de todo, me emocioné y me apuré con mis tareas para ir a mi cita con ella.


Llegué quince minutos antes. Yo esperaba verla llegar a ella; pero, como cinco minutos después, un auto se estacionó frente a mí, bajaron dos tipos y uno se quedó al volante, me preguntaron mi nombre y me subieron, con amenazas de una pistola que llevaban, al carro que esperaba encendido.


Los dos días que me retuvieron en no sé qué lugar, fueron de lo más espantoso que he vivido. Sin compasión, dos de los tres tipos abusaron sexualmente de mí, me mantuvieron incomunicado y sobreviví solo con un sándwich y una botellita de agua que me dieron, hasta que me fueron a dejar, amarrado de las manos, junto a la presa de Tepécoa.


Como pude, llegué a la carretera, de ahí, alguien me dio un aventón a la ciudad y llegué a mi casa.


Mi mamá, angustiada, me dijo que habían llamado para decir que, lo que me hicieron, fue solo una advertencia para que dejara de molestar a las chamacas. A mis catorce años, nunca imaginé que un pellizco que le di a una chava tuviera tanta importancia y me fuera a causar los sinsabores que pasé.


Hace cuatro años que viví esa experiencia, traté de olvidarla y pensé que nunca iba a volver a ver a Marisol, hasta ahora, que entré a la Universidad y la encontré en mi clase de filosofía.

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