Agua de maracuyá

Por: José I. Delgado Bahena

Cuando a mi compadre Erasto lo dejó su mujer, por los malos tratos que le daba, además de las golpizas que le ponía cuando llegaba borracho, se refugió en mi amistad y en la confianza que le teníamos en casa.

A sus cuarenta años, sin su mujer y sin sus dos hijos adolescentes, que se fueron siguiendo a la madre, se dedicó a tomar más de la cuenta y con frecuencia me venía a buscar para que lo acompañara a tomar en su casa, que estaba a cuadra y media de la mía, para desahogar sus penas.

La neta, a mí me daba lástima y trataba de apoyarlo y motivarlo para que se buscara otra vieja: “Al fin mujeres hay un chingo”, le decía. Sinceramente, me daba mucha tristeza verlo solo y con un tiradero en su casa; no arreglaba su cama ni aseaba su baño; para comer se compraba cualquier cosa en la calle y andaba mal vestido siempre.

Yo fui padrino del mayor de sus hijos cuando salió de la secundaria y así nos hicimos compadres; desde entonces convivíamos y nos llevábamos bien. Por eso, sin pensarlo mucho y sin consultar a mi vieja, se me ocurrió invitarlo a comer un sábado que llegué temprano de mi trabajo y él estaba sentado en la banqueta, afuera de su casa.

Por supuesto que aceptó gustoso. Al siguiente día también nos acompañó a almorzar y, como nos pusimos a ver una película que le habían dejado de tarea mi hija Diana, que estaba en la prepa, pues también se quedó a comer.

Él le dio unas monedas a Leobardo, mi pequeño hijo de diez años, para que fuera a traer unos refrescos y así estuvimos toda la tarde viendo más películas. Por último, en la noche, mi vieja y mi hija prepararon un chile con huevo y también lo invitamos a cenar.

Esa fue la primera de las muchas veces que, aprovechándose de la amistad, se hizo el arrimado y llegaba con toda la confianza del mundo a la hora de la comida, y hasta de la cena.

“¿Qué hizo de comer ahora, comadrita?”, le decía a mi mujer y se sentaba en la mesa donde, sin más remedio, le servían su ración de comida.

Mi hija Diana hacía unos gestos de rechazo hacia mi compadre que me hicieron ver que, de plano, Erasto ya abusaba; pero nomás pensaban en su solitaria y triste vida y me aguantaba las ganas de cantarle las catorce para que se diera cuenta de que se estaba pasando.

Así pasaron tres meses. Mi compadre se fue convirtiendo en un agregado más de la familia y solo faltaba que se bañara y se quedara a dormir en mi casa.

Todo habría seguido igual, si no es porque a Diana le dejaron en la escuela una investigación sobre la maracuyá: una fruta comestible que, según lo que investigó en el cyber, es conocida también como “fruta de la pasión”, Granadilla Púrpura, Pasionaria o Frutos de la Pasionaria.

Mi hija nos platicó que esta fruta es originaria del Brasil, pero también se cultiva mucho en Venezuela, Colombia y otros muchos países, hasta de África.

En eso estábamos cuando llegó mi compadre. Al escuchar, en la plática, que Diana iba a hacer una exposición con su investigación, nos dijo que en su casa había unas ramas de maracuyá; que no la había plantado él, se habían descolgado de otra casa vecina, pero que, si queríamos, aprovechando que era la época de cosechar el fruto, fuéramos a traer algunos para que mi hija los llevara de muestra a su escuela.

Entonces, Diana sugirió que hiciéramos agua de maracuyá para tomar todos los días, porque, según su investigación, era muy nutritiva y muy rica en vitaminas y minerales, como Vitamina C, provitamina A o beta caroteno, ambas fundamentales para nuestro organismo, para tener un pelo sano, el cuidado de la piel, la visión y el sistema inmunológico. Nos dijo también que los minerales presentes en esta fruta son el potasio, el fósforo y el magnesio.

Motivados por toda esa explicación, y para no dejar “para después” la sugerencia de mi compadre, le pedimos a Diana que fuera por unos frutos para que mi vieja nos preparara el agua y la probáramos.

Erasto se ofreció a acompañarla; mientras tanto, los que nos quedamos prepararíamos la comida y pondríamos la mesa.

Transcurrió como una hora cuando regresó Diana, sola, diciendo que mi compadre llegaría después porque había tenido una visita.

La verdad, me dio mala espina eso: mi compadre no tenía más conocidos que nosotros, ya que en su trabajo no lo querían ni de chiste.

Pues, ni ese día ni nunca regresó Erasto. El agua de maracuyá estuvo muy sabrosa, pero se volvió simple al siguiente día, cuando nos enteramos de que mi compadre había dejado la casa que rentaba y se había llevado sus escasas pertenencias; y se puso amarga amarga al mes, cuando a Diana se le suspendió la menstruación y se le manifestó un embarazo propiciado por Erasto.

Al no poder ocultar su estado, mi hija nos confesó que el desgraciado de mi compadre abusó de ella cuando fueron por las frutas y la amenazó con matarla si nos decía algo. Ella le creyó porque conocía su agresividad con mi comadre. Pusimos una denuncia, pero no lo han encontrado. Ahora solo esperamos que mi nieto no salga con antojo de maracuyá.

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