Netza I. Albarrán Razo – Enviado especial
Ciudad del Vaticano, Mayo 9.- En la majestuosa Capilla Sixtina, donde las pinturas de Miguel Ángel imponen silencio y asombro, hay un sitio escondido que pocos conocen, pero que guarda uno de los momentos más íntimos y transformadores del catolicismo, la llamada “Sala del Llanto” o “Sala de las Lágrimas”, lugar al que entra el nuevo Papa apenas unos minutos después de haber sido elegido en el Cónclave.
Se trata de una pequeña habitación situada a la izquierda del altar de la Capilla Sixtina, justo detrás del mural del Juicio Final. Desde fuera, sólo se ve una modesta puerta cerrada. Pero al otro lado, comienza la transformación de un hombre común que entró como cardenal y que ahora se convierte en el Vicario de Cristo.
Allí, en soledad, el Papa recién elegido se cambia de ropa y reza durante unos minutos. El ceremoniero pontificio, Monseñor Marco Agostini, describe el momento con claridad: “Allí, el Papa toma conciencia de lo que ha llegado a ser, de lo que es a partir de ese momento”.
La sala es angosta, casi austera. Contiene dos escaleras, una que sube y otra que baja, una ventana, una mesa con dos sillas de madera, un pequeño sofá rojo y un perchero. El mobiliario es mínimo, ahí lo que abunda es el silencio que envuelve al nuevo Pontífice mientras se enfrenta a una soledad abrumadora, en la que ya no está rodeado de cardenales, ni cámaras, ni votos. Está solo ante Dios.
En este lugar le esperan tres sotanas blancas, cada una de distinta talla. El Papa elige la que mejor se ajusta a su cuerpo, pero más importante aún, esa vestidura será la que lo distinga para siempre. Es un momento simbólicamente potente. “Es una verdadera investidura —explica Agostini—, algo más antiguo y profundo que un simple cambio de ropa. Tradición y rito que adquieren un significado poderoso, no sólo formal, sino espiritual”.
La sala es conocida como “La Sala del Llanto” desde hace más de cuatro siglos. Una lápida empotrada en una de sus paredes lo recuerda permanentemente, “En esta sala, denominada ‘del llanto’ desde Gregorio XIV, quien aquí, el 5 de diciembre de 1590, recién elegido Papa, derramó lágrimas de emoción, el nuevo Pontífice, después de aceptar la elección, se viste con los atuendos propios”. Desde entonces, muchos Papas han llorado al cruzar la puerta, abrumados por la magnitud del encargo que están por asumir.
Tras los días agitados del Cónclave, el nuevo Papa se encuentra por primera vez a solas consigo mismo, y es precisamente en ese momento de aislamiento donde la conciencia lo atraviesa como un relámpago, pues ya no es sólo un cardenal entre cardenales. Desde ese instante, porta el peso de la Iglesia Católica Universal. Asume el mandato petrino y con ello, el liderazgo de más de mil 400 millones de fieles católicos en el mundo.
Lo que ocurre en la “Sala de las Lágrimas” es más que una formalidad, es el inicio de una renuncia personal. Allí, el nuevo Papa comprende que el oficio es más grande que él. Que deberá, en cierto sentido, morir cada día a sí mismo para que no sobresalga su persona, sino el ministerio. Como sucesor de Pedro, su voz será escuchada en todo el mundo, pero su ego deberá desaparecer tras los pliegues blancos de la sotana.
Ese contraste entre lo grandioso de la Capilla Sixtina y la sobriedad de esta sala modesta tiene un impacto notable, como recuerda Monseñor Agostini. “Es impactante pasar de la imponente y emblemática Capilla Sixtina a la modesta y solitaria “Sala del Llanto”.
Es, quizá, en ese pequeño cuarto escondido, más que en la fumata blanca o en el “Habemus Papam”, donde realmente nace un nuevo Papa.