Por: Carlos Martínez Loza


Iguala, Guerrero, Enero 21.- Mirar la historia en sus atardeceres, patios, flores y tímidas casas tiene algo de actividad espiritual. Es pensar en la sucesión del tiempo que fluye como el agua en la habitualidad de las percepciones de la vista y la memoria. Solo el hombre puede sentir la tragedia de una casa que se desgasta en sus paredes y patios, como si en ello también él mismo se desgastara junto con sus recuerdos para siempre.

Siento una invariable admiración por Catalina Pastrana. Cada pueblo, nación o país ha tenido a su poeta. Nosotros los igualtecos lo tenemos en ese rotundo nombre cuya eufonía es ya un símbolo que prefigura el goce estético, la memoria y la historia de la cotidianidad de un pueblo del sur mexicano.

Juanacate es uno de los antiguos barrios de la ciudad. Sepultado ahora por el gris pavimento, pero debajo de esa piel se esconde una “tierra generosa donde se establecieron nuestros abuelos chontales”, escribe Catalina Pastrana. Su prosa asemeja a un instrumento que nos permite desenterrar los primeros cimientos de nuestro hogar cotidiano; traslado un lujoso ejemplo:

“Antiguamente sus casas eran de adobe y de bajareque, como todas las casas de aquel tiempo. Tenían sus largos corredores, sus amplios tecorrales, con sus trojes repletos de maíz y sus galeras oliendo a tamo con altores de olotes.

Sus frescos calmiles sembrados de cempoaxóchiles y de rojos terciopelos; verdes pacholes en donde crecía la yerbabuena, el epazote y el albahaca, siempre entre la fronda de los tamarindos; los cuatecomates colgaban entre la yerba del golpe en donde reverdecía el clancuayo.” (Remembranzas Históricas de Iguala y Apuntes de su Tradición, H. Ayuntamiento de Iguala, México, 1990.)

Dice Aristóteles que la primera causa que dio origen a la poesía es la imitación. Muchos objetos en su estado natural y cotidiano pueden causarnos indiferencia o disgusto, pero nos producen deleite cuando son imitados artísticamente. Un tecorral juanacatense puede ser indiferente y polvoroso para un caminante, pero cuando el poeta escribe “amplios tecorrales, con sus trojes repletos de maíz y sus galeras oliendo a tamo con altores de olotes”, se inaugura un mundo de potencialidades estéticas y de conocimiento, pero también de ver lo sagrado en la existencia.

Mirar la historia en sus atardeceres, patios, flores y tímidas casas tiene algo de sagrado. Y cuando se pone en palabras se convierte en la única prueba concreta de la existencia del hombre, como escribió Luis Cardoza y Aragón.

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