Por: Carlos Martínez Loza


Iguala, Guerrero, Junio 10.- Gilbert Keith Chesterton singularmente dijo que el arte gótico de las iglesias fue profetizado por Cristo. El pasaje lo registra el Evangelio de San Lucas; cuando los fariseos le pidieron que silenciara a los niños y discípulos que alegremente clamaban Su entrada triunfal a Jerusalén les respondió la fatalidad del hecho: “Les aseguro que si ellos se callan, las piedras clamarán”. Cuando se mira la arquitectura de cualquier iglesia (sea barroca o gótica o neoclásica) tímidamente uno quiere asentir con Chesterton: pareciera como si de las antiguas piedras arrugadas se elevaran palomas en forma de clamores que se disuelven en el hondo cielo azul.

Años de España en México alteraron eclesiásticamente el paisaje rural y urbano, no hay rincón de cielo en que no se asome una cúpula o campanario en medio de montañas y nubes. Contemplar una catedral o parroquia novohispana, no importando si se descree o se es practicante de la fe de Jesús, si se es católico o protestante, es avivar el fuego inolvidable de la inocente admiración de una estampa: altas cúpulas ingrávidas, retablos esculpidos en oro, torrecillas acampanadas, puertas de antigua madera con chapetones medievales, vitrales en colores atemperados por los siglos, frontispicios en latín, fuentes de cantera, agua rectangular.

En el volumen que Fulcanelli dedicó al misterio arquitectónico de las catedrales, escribió que históricamente la catedral es el refugio hospitalario de todos los infortunios, asilo inviolable de los perseguidos, sepulcro de los difuntos ilustres, núcleo del saber, del arte y el pensamiento, la ciudad dentro de la ciudad. En Iguala, como en muchos otros pueblos mexicanos, el centro histórico es un círculo que se estrecha hasta caer en un punto que congrega al poder terrenal y espiritual, cada cual con su arquitectura; el uno, con el Palacio Municipal, ahora novísimo e incunable; y el otro, con su parroquia de San Francisco de Asís: siempre mirándose cara a cara, tan solo separados por la imaginaria línea de la laicidad y la tarde calurosamente llena de pájaros y tamarindos.

La iglesia de San Francisco de Asís adopta la forma de una cruz latina tendida en el suelo. El corazón de la cruz está exactamente bajo la bóveda que se remonta en un cupulado de talavera poblana; la forma circular de la cúpula representa el movimiento interminable que viene de Dios, el primer motor inmóvil, Aquel que no es movido por otro y que produce el movimiento de todos los demás entes, según enseñó Aristóteles y santo Tomás de Aquino. La franciscana planta cruciforme tiene una orientación solar, el centro de la cruz está en dirección donde nace el sol y los pies señalan el declive donde se oscurece, detrás del Motlalcehuatl o Cerro Grande. El simbolismo queda gozoso de luz: es en el corazón de la cruz donde se ensaya la eucaristía, la homilía y la nupcial ternura del matrimonio.

La fachada es un pórtico de cuatro columnas, tetrástilo se dice en arquitectura eclesiástica, y es gesto derivado de los templos romanos, muy usual para iglesias pequeñas. Más arriba, las simultáneas torres escalan el horizonte del Valle hasta lograr una figura geométrica en el aire con sus iconos cantores: seis campanas que han hecho de su música uno de los hábitos de abril. La puerta principal es madera de caoba, sus hojas son como una brevísima enciclopedia de la historia de Iguala que fue esculpida por la artesana mano de Félix Núñez Vergara, quien en algún resquicio de esa madera americana su ebanistería grabó el sol y la luna, sugiriendo quizá que aun los cuerpos celestes del cosmos testifican de los acontecimientos fundamentales de la historia divina y secular.

Cuando se lee la biografía de Iguala uno descubre que en el siglo dieciocho el joven pueblo llevó el nombre de San Francisco Yguala, nombre de aquel varón cristiano natural de Italia, de quien Rubén Darío en uno de sus poemas escribió “El varón que tiene corazón de lis, alma de querube, lengua celestial, el mínimo y dulce Francisco de Asís”. Un hombre cristiano del siglo XIII entró para siempre a la historia de Iguala por la vía de la humildad; dicen que gustaba saludar con las palabras “Paz y bien.”

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