Por: Carlos Martínez Loza


Ciudad de México, Setp. 24.- Hablar parejamente del fútbol y Aristóteles es ya sospechoso e irrespetuoso, pensé. Pero inmediatamente después rechacé tal afirmación. En el Libro I de la ‘Retórica’, al escribir sobre la felicidad, el filósofo considera a la ‘capacidad para la competición’ como una de sus partes, junto a la nobleza, la bondad, los fieles amigos, la justicia y la valentía.

Mirar un partido de fútbol es participar del asombro y admiración por esa capacidad para competir. Sobre todo si es un partido de la Champions League, el teatro aristotélico por excelencia en el que la habilidad para competir de los jugadores linda con la perfección en sentido tomista: así como el fuego es el máximo calor y causa de todos los calores, un partido de Champions se aproxima a lo máximo de su ser: el fútbol en estado puro y absoluto.

John Finnis, el filósofo del derecho, enumeró siete bienes humanos básicos para que el ser humano pueda perfeccionarse: la vida, el conocimiento, la experiencia estética, la sociabilidad o amistad, la razonabilidad práctica, la religión y el juego. Al igual que Aristóteles, el juego es una de las dimensiones de la felicidad enmarcada como un valor irreductible y universal para las personas. Juego y capacidad para competir se aúnan conmovedoramente en el fútbol, ese gesto del espíritu que heredó Inglaterra para todos los patios del mundo y que se juega con dos potencias humanas: el andar (los pies) y la estrategia (la razón), ambas gravitando sobre un balón, esa eterna esfera rodante que nos recuerda la metáfora de Blas Pascal: “La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”.

Roberto Bolaño escribió sabiamente una intuición: «A mí siempre me pareció más interesante marcar un autogol que un gol. Un gol, salvo si uno se llama Pelé, es algo eminentemente vulgar y muy descortés con el arquero contrario, a quien no conoces y que no te ha hecho nada, mientras que un autogol es un gesto de independencia.» La excepción que establece Bolaño es fundamental: “salvo si uno se llama Pelé”, pues en esa salvedad está incluida la idea de la capacidad para la competición, que redime cualquier descortesía para pasar a militar en el heroísmo y la experiencia estética.

Cualquier gustador del fútbol nunca olvida ciertos goles memorables. Guardar dos o tres de ellos en la memoria es parte de un ejercicio sacramental, un intento de ser en el tiempo y de ensayar la felicidad aristotélica. Se olvidan cosas físicas (las llaves o la cartera), pero no se olvidan goles como el de Zidane al Leverkusen en la final de la Liga de Campeones del 2001, o el gol de Messi al Bayern Múnich en donde el balón se eleva en una parábola ilógica sobre el portero, previa caída descortés del defensa bávaro, que no logra descifrar lo pródigo de una jugada infinita.

Sigo pensando que no es irrespetuoso hablar de Aristóteles y el fútbol, pero mañana quizá me pueda refutar a mí mismo marcando un autogol, como quiere Roberto Bolaño.

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