Por: Carlos Martínez Loza


Iguala, Guerrero, Abril 27.- Ambrose Bierce, memorablemente, ha observado en su Diccionario del diablo que el debate es un método para confirmar a los demás en sus errores. En tiempos de debates políticos esa mordaz significación es altamente acertada.

En la historia no ha habido debate presidencial en el que no se trate de confirmar que el otro vive perdurablemente en el error y que uno es el cáliz sagrado que sirve de receptáculo de la verdad, el acierto y la moral del pueblo. Operar argumentativamente así deviene penosamente en aquello que el filósofo Carlos Pereda llamó elocuentemente “vértigos argumentales”: quien argumenta constantemente prolonga, confirma e inmuniza su punto de vista ya adoptado en la discusión, sin siquiera atender las evidencias en contra. El orador político se convierte en propagandista de su partido y no en un agente argumentador.

Pero una predilecta eficacia en los debates se encuentra en las falacias ad ludicrum y captandum vulgus. Hamblin apenas las menciona en ‘Fallacies’, Irving Copi las omite en su Introducción a la lógica; los glosarios de internet las ignoran; venturosamente para todos nosotros Christian Plantin las desarrolla en su Diccionario de la argumentación: las categoriza como falacias que “hacen alusión a la risa”, en ese proceder el orador pretende poner de su lado a los que ríen o hace reír.

A esta táctica, tan común en la era digital, le reprocha que el discurso se convierta en espectáculo, en histrionismo discursivo, donde el orador se asemeja a un actor que divierte al auditorio: ludicrum significa “juego”, “espectáculo”, y captandum vulgus literalmente es “tratar de capturar al vulgo”, al público. El humor en sí es una de las experiencias más agradables para el ser humano, incluso digno de reflexión filosófica como lo hizo Henry Bergson, pero alguien puede hacerse a la ilusión de que ha ganado el debate o que sus argumentos son contundentes simplemente porque ha hecho reír a la audiencia a expensar de su interlocutor.

Levi Hedge, en sus Regla para una controversia honorable, reprende el hacer reír a expensas del adversario argumentador: «Toda tentativa de […] debilitar la fuerza [del razonamiento de un adversario] por el humor, la chicana o ridiculizándolo [by wit, caviling, or ridicule] es una violación de las reglas de la controversia honorable».

A mí me parece que Hedge tiene razón. Lo que se tiene que llevar al absurdo o al ridículo es al argumento y no a la persona, pues así se demuestra la falta de coherencia en el mismo y sus consecuencias contrarias al sentido común. Sé de inmediato que se me puede argüir que en el debate político de lo que se trata es lograr la victoria y no la verdad o los argumentos lógicos y verosímiles; lograr la adhesión de votantes y evitar su pérdida; ciertamente, en el orden del debate político es “válido”, pero en el orden de la argumentación es falaz. Al menos esa es mi modesta opinión.