Los días más felices de mi vida

Por: Rafael Domínguez Rueda

El día que hice la primera comunión –día ya muy lejano, pues fue el 30 de marzo de 1950, allá en la pintoresca población de Tetipac, Gro.- el señor obispo don Leopoldo Díaz Escudero me dijo que ese día iba a ser el día más feliz de mi vida, pues recibía a Jesús en mi corazón. En efecto, fue un día feliz, porque sentí la presencia de Dios, porque una sensación de alegría envolvió mi alma, porque “mi espíritu se llenó de gozo” y por otras manifestaciones externas.

Pero, con todo respeto a aquel venerable prelado, creo que Jesús me ha permitido vivir muchos momentos felices; es más, algunos con mayor intensidad y otros, se han prolongado por días.

Felices son en la vida, escasos momentos u horas. El dolor, la amargura, la intranquilidad y la necesidad cercan al ser humano inexorablemente y, sin embargo, el minuto en que uno nace, en el acto en que uno recibe un título o reconocimiento, en las horas en que se cumplen –para una mujer- los quince años, en los instantes de angustia en que le notifican a uno el nacimiento de un hijo y en el minuto también feliz del matrimonio.

Sobre el momento en que se nace, Miguel Giménez Igualada nos dice en uno de sus libros: “Imaginemos un momento al hombre primitivo, fuerte, tosco; llega a la caverna en donde está la hembra; llega todavía con el polvo del camino y llega con la sangre en las manos y el cuerpo porque ha peleado contra las fieras y ha vencido, pero al llegar encuentra que la hembra, igual que él, desmelenada y sucia, tiene un trozo de carne entre las manaos. Ha nacido el hijo; es una emoción original, nueva y aquel hombre tosco y fuerte, cruel, terriblemente cruel, siente un temblor inefable y divino y toma con miedo lo que es su hijo, el trocito de carne y en ese momento –dice Giménez Igualada-, aquel hombre tan fiero y tan tosco se humaniza, es el momento en que afloró la felicidad”.

Yo añadiría, en ese momento de silencios, de lágrimas de emoción, de ternura, de amor, de bondad, de generosidad, junto con la felicidad nació la poesía.

Y, para todas las adolescentes los quince años son como 15 rosas que se abren al milagro del color y el perfume. Quince años que son como 15 ruiseñores despetalando la sinfonía maravillosa de su trino. Quince años que son como los barcos del alma, que van navegando en góndolas de ensueño, de ilusión y de felicidad.

Ciertamente, como me dijo el obispo, hay días inolvidables. Y este es otro. Con mi esposa, un año antes habíamos comenzado nuestras vidas, llegó el día. El parto, en la clínica Mondragón, transcurrió sin incidentes y, de buenas a primeras, pusieron en mis brazos a un hermosísimo trocito de carne que chillaba a pulmón abierto. Mientras Tere descansaba en su cama después del parto, me acerqué al rincón donde colgaba una imagen, solitaria y, sin darme cuenta, comencé a llorar, llanto que nacía del inmenso placer de haber culminado lo que había comenzado antes, cuando me topé con unos ojos verde oro, alegres y una voz melodiosa que me cautivó.

Ese fue uno más de los días más felices de mi vida y puedo decir que he vivido muchos; otros increíbles y maravillosos y es que Diosito bueno me ha dado tanto que cada día amanezco con una sonrisa, dándole gracias por permitirme vivir un día más, pero también porque ya desde hace cincuenta y seis años Tere me acompaña con la magia de sus ojos color del tiempo. Ahora tenemos cuatro hijos y tres nietas, a quienes vemos crecer y vivir su camino con optimismo y alegría. Tenemos buenos amigos y ganas de vivir plana y felizmente las 24 horas del día.

Otro día, que para mí fue inmensamente feliz, pues no sólo fue momentáneo, sino duró horas y días fue el de aquella tarde noche radiante del 18 de diciembre de 1967, cuando me casé con mi prometida, desde ese día mi esposa. Entonces, éramos enormemente ricos, pues teníamos muchos amigos, muchas ilusiones, muchísimos proyectos, pero, curiosamente, yo era pobre y no me da pena confesarlo, pues con ello me demostraba que se unía a mí por amor. Ganaba 475 pesos a la quincena. Así que no tenía dinero para ir de viaje de bodas a Acapulco, que era en aquel tiempo el lugar preferido por los lunamieleros, y como ni siquiera me alcanzaba para llevarla a otro destino turístico, así nuestra luna de miel la pasamos en la ciudad de México encerrados, pero muy felices.

Un año después, ya era otra mi situación. Ganaba cuatro veces más. Así que ya pudimos ir a Acapulco. Entonces sí salimos a la calle y pudimos conocer y disfrutar las hermosuras del bello Puerto.

Yo llegué enamorado al matrimonio, porque mi compañera me hizo sentir lo que es el amor, lo que es la felicidad, sentimientos que mantengo después de más de cinco décadas. Y si no pude darle a mi esposa cosas mejores aquellos días felicísimos, creo que al fin de cuentas teníamos las estrellas y no necesitábamos la luna. Claro, si yo hubiera contado con posibilidades, no sólo las estrellas, también le habría bajado la Luna, el Sol y las constelaciones.

Qué bueno, amigos lectores, que así como yo, también junto con ustedes podamos recordar con alegría los días más felices y pensemos en como participar para que la nueva realidad sea mejor que la anterior para que dejemos a nuestros hijos y a nuestros nietos, un mundo mejor.

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