Rafael Domínguez Rueda

La tradición de celebrar a los muertos en México se enriqueció a la llegada de los españoles y hasta nuestros días perdura. En el calendario mexica existían dos celebraciones consecutivas: Miccailhuitontli “fiesta de los muertos pequeños” y Huey miccaílhuitl “fiesta de los muertos grandes”. Estos homenajes formaban parte de rituales que tenían como fin guiar a los muertos al inframundo, venerarlos y mantener vigente a través de la memoria, una relación con ellos.

La conmemoración de los Fieles Difuntos fue establecida en el año 998 por Odilón, abad de Cluny, quien la prescribió para los monasterios de su Orden, habiéndola hecho extensiva la iglesia a toda la cristiandad más tarde; sin embargo, como decía al principio, los aztecas, a la llegada de los españoles ya la celebraban, pero no con ritos lúgubres y vestimentas negras como el catolicismo, sino como una fiesta familiar, pues la muerte para ellos era una transición del espíritu a estadios superiores.

Por eso, entre los mexicanos, la muerte tiene un sentido singular: a veces aparece como una arraigada tradición que hinca sus profundas raíces en el pasado indígena, al colocar los “altares” en forma de pirámide truncada; en otras ocasiones, semeja un escenario en donde se exhibe un cuadro plástico, como es el caso de las “tumbas”; y otras veces, figura una exposición donde se aprecian figuras del recuerdo, objetivo de ofrendas de la más diversa índole: flores, pan, dulces, bebidas, alimentos condimentados y costumbristas.

La tradición, de alguna manera, es permanente, pero aparece con mayor vigor –como un sentimiento espontáneo- los días 1 y 2 de noviembre de cada año. La manera de celebrar estas tradiciones en la República Mexicana es distinta y cambia de una a otra región, de un pueblo a otro, aunque la esencia no se pierde. Así, surcan el tiempo y la historia, lugares como Mixquic, donde celebran desde la llegada hasta el regreso de los difuntos; en Huaquechula exhiben altares monumentales; la noche del 1 de noviembre, el panteón de Janitzio se transforma en un espectáculo mágico; e Iguala, entre otros muchísimos lugares, se significa por sus “tumbas”.

La ofrenda, descrita antes y que se coloca en la mayoría de los hogares católicos, es una costumbre totalmente mexicana. Se coloca para compartir con los difuntos, a los que se les dedica, los alimentos y bebidas que eran de su mayor agrado. Pero, sobre todo, para sentir que está uno cerca de nuestros muertos, para dialogar con su recuerdo, con su vida. Los elementos esenciales e infaltables en este rito son: el agua, fuente de vida; la sal, elemento de purificación; las velas, cuya flama significa la luz; el incienso, que sirve para limpiar los malos espíritus; las flores, símbolo de la festividad; el petate, para que las ánimas descansen; el pan, ofrenda o “Cuerpo de Cristo”; el retrato del o de los recordados. Últimamente se suelen agregar las calaveras de azúcar, licor, cruz de ceniza y papel picado.

Por su parte, las “tumbas” son una tradición muy propia, peculiar, distintiva de Iguala. Son cuadros plásticos o representaciones escénicas que se exhiben al público en los domicilios, donde durante el año falleció un integrante de la familia. Y se pueden presentar de tres formas:

Mostrando una estampa religiosa, como la Última Cena, la Dolorosa, el Jardín del Edén, la impresión de las llagas de San Francisco. Otra, dando a conocer la profesión, oficio o actividad que desarrolló en vida el difunto. O, también, la forma (generalmente trágica) en que perdió la vida al que se recuerda. Los elementos que, además, debe contener una tumba, son: lápida, cruz o crucifijo, foto del difunto, leyenda en verso, nombre, fechas de nacimiento y deceso.

La Ofrenda se coloca cada año. Y, las “tumbas”, decía se exhiben durante el año en que falleció el difunto; sin embargo, hay familias que lo hacen en el subsecuente o subsecuentes años, conociéndose éstas como “tumbas viejas”. Además, y esto casi ha desaparecido y lo que más fama le daba a Iguala, eran las “tumbas vivientes”, porque dentro del escenario había niños vestidos de angelitos, señores representando a Cristo, judíos, que formaban parte del cuadro.

Ahora bien, las familias católicas de Iguala, celebraban el Día de Muertos, con la devoción, el respeto y el vivo recuerdo que nuestros padres nos inculcaron. Volvemos a revivir aquellas hermosas vivencias que cuando niños disfrutamos al calor de nuestro hogar al lado de nuestros progenitores, hermanos y abuelos, el día primero de noviembre, cuando empezaba la noche y bien puesta la mesa, adornada con manteles, entre todos, se ponía la ofrenda a nuestros seres queridos que consistía en: pan de muerto, arroz, alimentos, fruta, tlaxcalitos, panquecitos, así como los famosos dulces de pipián que hacían las delicias de todos al quitar la ofrenda.

Alrededor de la mesa, flanqueaban cirios y veladoras, flores de cempasúchil y terciopelo, el humo aromático del copal y el sahumerio que anunciaban la tan esperada llegada de nuestros fieles difuntos a lo que había sido su hogar; y así, entre el silencio y el recato debido, escuchábamos las oraciones y plegarias en voz de nuestra madre o abuela, y allí, entre esa emoción y dicha que sentíamos por el reencuentro con nuestras raíces, dejábamos pasar las horas y el correr del tiempo.

Después de unos momentos de recogimiento espiritual por la visita de nuestros difuntos, ya entrada la noche, se realiza puntualmente la tradicional visita a las casas de las personas recién fallecidas para disfrutar de las “tumbas”, que se anunciaban con un foquito rojo sobre el quicio de la puerta; al lado, había una mesita donde había pequeños vasos con vino o rompope para los que quisieran participar del recuerdo.

Estas visitas se realizan en coches, motos y hasta a pie, donde se pone de manifiesto la curiosidad por saber quién es el difunto nuevo de la casa; qué tal luce el arreglo, quienes participan en el mismo y así, entre recogimiento y paganismo, en las primeras horas del día 2 se cierran las tumbas.

El día 2, el cementerio convoca a reunión familiar, amistosa. Los deudos se arrodillan alrededor de quien o quienes físicamente ya no se encuentran en el concierto de los vivos y después de depositar las flores sobre la tumba, riegan con lágrimas la tierra que cubre aquellos restos.

Cuando los niños y los jóvenes entiendan y valoren la importancia de la conservación de esta tan nuestra y hermosa tradición, sabrán también promoverla y difundirla, como desde hace más de 50 años nospotros lo estamos intentando.

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