Por: Rafael Domínguez Rueda
El jueves 13 de septiembre de 2018, con motivo de una entrevista que el periódico Excélsior le hizo a Ignacio López Tarso, apareció una foto de él que guardo por dos motivos: escribir una columna sobre él y cuestionar si todos tenemos un doble. En esa entrevista López Tarso habló de su vida, el teatro… de su plática, dos expresiones se me quedaron grabadas: “Todavía siento emoción por subirme al escenario…” y su deseo por llegar al centenario de vida sobre un escenario. Entonces estaba cumpliendo 70 años de carrera artística y 93 de edad. Desafortunadamente la vela del actor de 98 años, quien protagonizó la emblemática película Macario, finalmente se apagó el pasado 11 de este mes de marzo.
Él fue seminarista, militar, bracero y finalmente actor. Empezó en una función de la carpa Tayita, un teatro portátil que en la década de los sesenta del siglo pasado hizo época en Iguala.
Sin duda la noche de ese sábado, la muerte cenó guajolote a la luz de una vela, con un viejo amigo, el extraordinario López Tarso, al que no tuve la fortuna de conocer en persona, pero cómo me hubiera gustado por las vivencias que voy a narrar.
¿Todos tenemos un doble? Es una pregunta clásica en nuestra cultura. Conozco de varios casos que en un momento determinado los han confundido con otra persona que era idéntica o tenían cierto parecido.
Ciertamente hay personas que, sin tener parentesco, se parecen de forma sorprendente, como dos gotas de agua, es decir, cuando son iguales o casi iguales. Creo que no hay nada misterioso en ello. Sólo hay coincidencias o apariencia.
Desde luego, hay personas con cierto parecido que no se conocen, pero, para quien o quienes las conocen les parecen gemelas o, dicho de otra manera, su figura parece ser igual.
Y no son pocos o contados los casos, pues las personas que tiene parecido o semejanza con otra, sin existir parentesco, hasta el punto que pueden llegar a confundirse, de acuerdo al diccionario se les denomina sosias –persona que tiene parecido con otra hasta el punto de confundirse-.
Puede ser que al ver separadas a dos personas, éstas se parezcan mucho, pero una vez juntas, las diferencias saltan a la vista.
Mi sobrina Leticia Alvarado Velasco, que de Dios goza, tenía un gran parecido con la cantautora Ana Gabriel. En una ocasión asistió a una de las presentaciones de la artista. Al llegar al teatro y tratar de formarse en la fila para entrar, le dijeron que los artistas entraban por atrás del teatro, pues creían que era Ana Gabriel. Durante el show, el que maneja la cámara y las luces enfocó a mi sobrina, pues había descubierto el gran parecido.
Yo nunca me imaginé que me fueran a confundir con alguien. La primer sorpresa ocurrió cuando tenía 28 años. En Valle de Santiago, el jefe de la oficina donde llegué a trabajar me presentó con una señora. Ella, de momento, se quedó como paralizada. Al reaccionar, comentó que ella pensaba que era una broma, pues al verme creyó que era “mi niño”. Así le decía a Ignacio López Tarso, cuando a los veinte años vivió en aquella población.
Después de eso, hasta los 60 años, sólo en dos ocasiones me preguntaron lo mismo. Sin embargo, los últimos 20 años, no ha habido uno en que no me confundan con él. En la ciudad de México, en Acapulco y en Cuernavaca.
Yo, siempre me he considerado una persona común, alejado de los reflectores; sin embargo, cuando me han confundido, y sobre todo con una personalidad tan destacada, para mi implica un gran honor y poder disfrutar de pequeñas cosas, como pedirme un autógrafo, querer retratarse conmigo e incluso aceptar una invitación.
Una día, desayunando con mi esposa en los Vikingos de Cuernavaca, ella se dio cuenta que de la mesa contigua me miraban con insistencia. Finalmente uno de los comensales se acercó a nuestra mesa y me dijo: “verdad que usted es el actor….”
A finales del año pasado, con toda la familia habíamos ido a desayunar a un modesto lugar. Había varias mesas en el patio. Cuando de pronto se acercó un adolescente a nuestra mesa y le preguntó a mi nuera: “El señor es Nacho!”, señalándome a mí. De momento, no comprendí. Pero, cuando alguien de la mesa le preguntó a Erika, ¿por qué Nacho? Ella, sonriendo, dijo, es que, una vez más, creen que es Ignacio López Tarso.
Estoy consciente de que cada ser humano tiene sus virtudes y defectos, unos brillamos en una cosa y otros en otras. Y las comparaciones con respecto a otras personas no es muy recomendable. Sin embargo, son casos y cosas de la vida que uno no puede evitar y menos desestimar.
El hecho de que me hayan confundido muchas veces con esa celebridad. Sólo me ha provocado sonreír. Como cada mañana le sonrío a la vida.