Por: Rafael Domínguez Rueda

Después de leer las columnas de los jueves 2 y 9 de este mes de marzo del maestro José Rodríguez Salgado, en las que relata los acontecimientos que determinaron el camino que lo llevó a su desarrollo profesional, me hicieron recordar mi infancia en la casa paterna, donde mi santa madre me contaba vivencias insólitas, historias semejantes a las leyendas medievales, piadosos relatos de edificación que despertaron en mi la curiosidad por lo desconocido y que sin imaginarlo me volvieron un andariego.

Ella me describía cómo muchas noches, allá en Chilapa donde estudió y vivió con su tío el canónigo Abraham Flores, después de acostarse, una mujer de negro y pelo largo llegaba hasta su recámara, se sentaba en un taburete frente al espejo y se ponía a peinar su larga cabellera.

Le oí un relato acerca de un cierto monje que se dedicaba a coser y remendar la ropa de los frailes. Le llegó el día de la muerte. En su lecho de agonía pidió que le llevaran la llave del Cielo. Sus hermanos desconcertados por la extraña petición, le presentaron un crucifijo. Él, con la cabeza, dijo que eso no era lo que quería. En seguida, le acercaron un rosario, tampoco lo admitió. El padre prior fue al rincón donde el agonizante trabajaba, sólo encontró la aguja y se la llevó. Él la tomó y dijo: “Te acuerdas, hermanita, que juntos trabajamos tú y yo toda la vida, y juntos hicimos el bien a nuestros hermanos. Ahora, por la misericordia del Señor, tú me abrirás las puertas del Paraíso”. Y así, diciendo salió de la vida con una sonrisa de serenidad. El mensaje es muy sencillo, la salvación de una existencia se puede ganar hasta con una aguja.

Esta enseñanza me permite recordar que yo he escrito miles y miles de cuartillas, he caminado kilómetros y kilómetros, todos los kilómetros que Dios me ha permitido vivir y no me siento cansado, pero sí un poco triste por escuchar a diario tanto engaño, tantas falsedades, tantas mentiras.

Me detengo a reposar un momento y a repasar mis achaques, mientras vuelvo la vista atrás. El camino recorrido es largo: se pierde en una lejanía indefinible. Pasé por lugares apacibles como La Paz, donde me encontré con mi paisano Hugo Bertheau, familiaricé con el Comboniano Sergio y el Tte. coronel Efrén Alcocer me regalaba una tienda si me quedaba a vivir allá. Lugares de sosiego deleitoso como Zihuatanejo, donde mis hijos dormían a la orilla del mar. Con verdes lontananzas como Nayarit, cuyas playas son un paraíso. Alegres como Mazatlán, donde durante seis meses el Carnaval se vuelve pura vida. Atravesé el Bajío, gozando del embrujo de Querétaro, las cajetas de Celaya, las fresas de Irapuato, los churros de San Miguel Allende; he vuelto cien veces a la capital mundial de la Piel y del Calzado; de Dolores Hidalgo, donde hay un monumento a la Bandera gestionado por una guerrerense, guardo una vajilla de 104 piezas grabadas con el nombre de mi esposa y el mío.

Me deslumbraron las Cascadas de Arena, así como cruzar el Arco de Cabo San Lucas; en la ciudad con rostro de cantera y corazón de plata recibí el Milenio; disfruté la nieve que se derretía en mis hombros en Pinal de Amoles; en el paradisiaco Acapulco construí mi Nido de Amor y en la capital del país pasé mi Luna de Miel, viví las Olimpiadas, gocé el Mundial del 70 y me formé como auditor, periodista e investigador laureado.

Así, he atravesado por tierras áridas, otras grises y polvosas; caminos de herradura, terracería y carreteras, pero, Cuernavaca le puso inefable paz a mi corazón.

Ahora veo hacia adelante y el sendero aparece incierto, lleno de escollos. ¿Estará cerca o lejos esa transición de la vida? Sólo Dios sabe el momento. Entretanto seguiré surcando, pues vivo en paz. La paz de la conciencia, la dulce satisfacción del deber cumplido. La paz que a diario mi familia y amigos me brindan.

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