Soy fruto de la cultura del esfuerzo
Por: Rafael Domínguez Rueda
La semana pasada, al asistir a un evento de la UAGro, se me acercó un catedrático y me dijo: “Si usted es un intelectual, ¿por qué sigue como trabajador? Me limité a responderle que yo era un producto del esfuerzo.
El intelectual es un hombre con deberes y derechos, un hombre que además hace poesía, pinta, toca, canta, recita, pero no puede olvidar sus derechos humanos. Nacieron una gran cantidad de grupos, escuelas literarias, desde el dadaísmo hasta el surrealismo; se movieron todas ellas en torno a un afán de solidaridad con los trabajadores, pero todavía en la vieja Europa no se estableció la delimitación exacta, la connotación perfecta. El poeta es un trabajador; el novelista es un trabajador; el pintor es un trabajador y el músico es un trabajador que tiene, eso sí, la chispa del genio por la naturaleza, que tiene, eso sí, la llama en los ojos y la iluminación en el espíritu, pero que no pierde su calidad de trabajador.
El distingo entre trabajo manual y el trabajo intelectual, fue un distingo que favoreció mucho una falsa aristocracia de los intelectuales. Desde que en 1961 empecé a formar grupos culturales, senté una tesis que muy pocos entendieron y todavía hoy, muy pocos aceptan; todavía los que se creen intelectuales, están pensando en que ellos son los iluminados, son la encarnación del mago, del profeta, del elegido de los dioses y se sienten pontífices, cuando el artista no es sino un humano que utiliza los dones naturales, los de su talento y los de su sensibilidad y que debe utilizarlos al servicio de los demás.
Yo, como decía Luis Donaldo Colosio, soy fruto, soy producto de la cultura del esfuerzo. Del esfuerzo de otros. Mis padres se esforzaron en llevarme por el buen camino. Mi madre se empeñaba en que yo fuera pintor; por su parte, mi padre trataba de que yo fuera un técnico. Mientras la cultura lo hace a uno sensible, la técnica aprovecha los conocimientos para producir resultados útiles.
Muchos de mis maestros se dedicaron con empeño a la tarea de mostrarme cosas como el bien, la verdad, la justicia y la belleza. Probablemente aprendí medianamente esos valores, pero me sirvieron para después reafirmarlos.
La señorita Isabel H. Maldonado, bajita y algo llenita, me dio clases en primero. Recuerdo muy bien sus palabras: “Niño, ¿sabes leer en el libro de tu vida que es la existencia que el Ser Supremo nos ha dado para ir hojeando de una en una las hojas abiertas que se encuentran en él?”
Por Antonio Flores Alarcón, mi maestro de segundo año, supe que para educar a alguien hay que dar ejemplo. De la profesora Inés González, con quien cursé el tercer año de primaria, aprendí la alegría que hay en aprender.
Antonio Jiménez Abarca, era un maestro como los de “Corazón diario de un niño”, cuyos relatos semanales nos leía. Por él empecé a declamar en público. Por el profesor Sergio Giles me aprendí de memoria los nombres de las capitales de los países, así como de los ríos de Europa y se los recitaba orgulloso.
En la escuela secundaria tuve dos maestros extraordinarios Luis Acevedo, gran orador y Jesús Nieves, ágil poeta. Acevedo, maestro de literatura, por él conocí el mundo de la poesía y la oratoria que quedaron muy bien arraigadas en mí para toda la vida y de Nieves, supe que nada se consigue sin disciplina y orden.
Carlos Quintero, nos abrió las ventanas de la filosofía y nos enseñó a razonar; mientras Jesús Sepúlveda nos reveló a los clásicos de nuestra lengua. No buscaba darnos conocimientos, procuraba contagiarnos de su entusiasmo al glosar cada obra. Por Carlos Guevara leí, en la colección Austral, a Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de León y San Juan de la Cruz. Sergio Ramírez me hizo ver que los libros son la mejor escuela.
En la ciudad de México tuve como maestro de Auditoría a Roberto Trejo que reafirmó la honradez en mí. Allá también cursé periodismo con el gran maestro Vicente Leñero y asistí a un taller de historia que impartió Luis González y González, de quien aprendí como “sumar la imaginación, la razón y la emoción para poder alcanzar el oficio de historiar”.
Yo fui maestro y me hubiera gustado haberlo sido toda la vida, pero en aquellos tiempos ser maestro, era ser apóstol, pues los profesores estábamos mal pagados.
Sin pensarlo, he evocado a mis maestros, y qué bueno, pues gracias a ellos yo soy un modesto producto del esfuerzo.