Un alto en el camino

Por: Rafael Domínguez Rueda

Cumplir 82 años no tiene mérito alguno, pues en nuestros días cualquiera que no se haya excedido en los vicios, como el tabaco, el vino y las drogas lo consigue. Sin embargo, es una ocasión propicia para hacer un alto en el camino y, antes de reanudar el paso, mirar atrás.

Antes que nada, estoy agradecido con Dios, porque aunque no tengo riquezas, ni poseo muchos bienes… tengo vida, tengo salud y tengo una familia que amo y que no cambio por nada del mundo.

Ahora bien, al recorrer la película de mi vida, lo que veo son vivencias, historias poco comunes, muchísimas, las que me contaron, las que he vivido y las que compartí. Las más remotas, sin duda, son aquellas que me describía mi santa madre, de quien heredé la sensibilidad.

He conocido en mi larga vida, ocasionalmente, muchas personas interesantes, otras famosas: escritores, como García Márquez, quien después de nuestra plática suspendió su viaje a Acapulco y esa misma noche empezó a escribir 100 años de soledad; artistas, como Maricruz Olivier, quien me regaló Historia de la Bandera, que el autor le dedicó; políticos, 5 presidentes de la república; dignatarios, cardenal José Garibi Rivera. Pero, la verdad ninguno está tan vivo en mi memoria, como ciertos amigos y personajes a los que el tiempo, en vez de borrar, revitaliza

De los primeros, mi hermano Hermilo Castorena Noriega, una enciclopedia andante; José Rodríguez Salgado, entre muchos calificativos “Príncipe de los oradores guerrerenses y mi mayor impulsor; Margarito López Ramírez, prolífico escritor y amigo leal; Juan Sánchez Andraca, compañero de banca y quien me inició en las letras; y Humberto Osorio Refino, quien me impulsó en la oratoria, me casó y bautizó y fue padrino de mi primogénito.

De los segundos, de mi infancia recuerdo con más nitidez a Trotamundos y su infatigable cabalgadura; a los Tres mosqueteros que eran cuatro D’Artagnan, Athos, Portos y Aramis; a Nostradamus y a su hijo.

Algo parecido me pasa cuando recuerdo mis años juveniles, donde no hay ser viviente que esté tan vivo en mi memoria como Jean Valjean de Los miserables, cuya trágica peripecia –largos años de cárcel por haber robado un pan- me estremecía de indignación.

No es fácil expresar la inmensa felicidad que me ofrece la lectura de un buen libro. Nada me tranquiliza más o me levanta el ánimo cuando me siento deprimido que una buena lectura.

Todavía recuerdo la fascinación maravillosa con que leí la colección Esmeralda -30 novelas escogidas, la mayoría siguen en mi biblioteca-; los cuentos de Borges, las aventuras y desventuras del Quijote, los ensayos de Sartre.

Lo mismo podría decir de las sagas de Balzac, de Dickens, de Zola y de los grandes clásicos de la literatura La Ilíada, La Odisea…

A Ignacio Manuel Altamirano le debo no sólo el placer que me despertaron sus novelas y relatos y sus formidables discursos. Le debo, sobre todo, haberme enseñado el escritor que quería ser, el género de la literatura que correspondía a mi sensibilidad, a mis sueños: la crónica. Ese estilo desparpajado de relatar los hechos. Es decir, una literatura que, siendo realista sería también obsesivamente cuidadosa de la forma, de la escritura y la estructura, de los puntos de vista y del tiempo narrativo. Y haberme mostrado con su ejemplo que si uno no nacía con el talento de los genios, podía fabricarse al menos una alternativa a base de terquedad, perseverancia y esfuerzo.

Desde que me inicié en el periodismo, hace 65 años, estuve consciente de que no iba a vivir del trabajo de escritor, pero como lector debía de compartir ese tesoro acumulado y todavía me asombra el que no cobre por hacer lo que más me gusta: escribir y leer.

Escribir es una forma productiva de vivir. No se escribe para vivir. Se vive para escribir, es decir, el escritor de vocación seguirá escribiendo aunque tenga muy pocos lectores o sea víctima de injusticias como las que vivió Lampedusa. El Gatopardo, la mejor novela italiana del siglo XX, fue rechazada por 7 editores y él se murió creyendo que había fracasado como escritor.

La historia de la literatura está llena de injusticias, como cuando el primer premio se lo dieron al olvidado Sully Prudhomme en vez de Tolstoi, que era el otro finalista.

Probablemente sea un poco optimista hablar del futuro cuando se acumulan 82 años. Sin embargo, me atrevo a hacer un pronóstico sobre mí mismo; no sé qué tiempo vaya a vivir o que cosa me pueda ocurrir, pero de una cosa si estoy seguro: a menos de perder algún sentido, en lo que me queda de vida seguiré empecinadamente leyendo y escribiendo hasta que caiga el telón.

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