Por: Rafael Domínguez Rueda
El viaje que he recorrido a través de los años se ha direccionado básicamente en tres aspectos: el primero está relacionado con lo laboral y el mayor tiempo ha estado ligado a oficinas de los tres niveles de gobierno, donde he trabajado por más de 60 años. El segundo ha sido el de las letras: la lectura, la crónica, la poesía y la investigación. Y como tercer aspecto, el de la oratoria que me permitió ser campeón estatal a los 17 años.
Mi entrega a estas tres pasiones, en lo laboral me permitió escalar hasta el nivel de subsecretario; en lo literario, he logrado 25 preseas y el discurso me ha abierto hasta las puertas del Palacio Nacional. Pero, mi mayor satisfacción, haber recibido la Condecoración “Vicente Guerrero”, hace 7 años; máxima presea que otorga el Gobierno del estado de Guerrero.
La oratoria me pudo proyectar alto. A los 17 años me pidieron que diera la bienvenida al Presidente; pero, para ello debería escribir mi discurso a fin de ser censurado. No acepté, porque para mí el discurso escrito no tiene la magnitud del discurso hablado, ya que faltan el contexto escénico, la voz que magnetiza, el ademán que envuelve y la emoción del orador que despierta el entusiasmo del oyente.
Muchos años después entendí los escrúpulos del discurso político. Hace 28 años comprendí que con los discursos no se juega. He elaborado discursos para 3 presidentes. Había entregado el texto. Me mandaron llamar. El Secretario me pidió que le explicara el propósito de la redacción. Traté de hacer notar la contundencia de las frases, la forma sonora de los argumentos, los pensamientos elevados y de los comentarios que podría generar.
Me exigió que le diera fuentes, bibliografía, datos duros que respaldaran lo que estaba proponiendo. Después de un severo interrogatorio, opté por decirle que daba igual, que podíamos suprimir las líneas y asunto arreglado.
El Secretario de Gobernación me dijo con una firmeza tranquila y a la vez lapidario: “Su discurso está perfecto y hasta con arrebatos poéticos, pero debe ser un discurso de Estado, no caben los arrebatos ni las ocurrencias. Cada línea que escriba debe saber de dónde proviene y cuál es su propósito”. Así era don Jorge Carpizo.
Traigo a colación esta vivencia, porque ahora la retórica está en peligro de extinción en el sistema político mexicano debido a la falta de preparación, escasa educación y poca cultura para dialogar y debatir de nuestros representantes populares. El Congreso que debería ser un parlamento lo han convertido en una arena de verduleras, es decir, de personas poco preparadas, mal habladas y convenencieras.
Estoy consciente de que a mis años ya no puedo presumir de orador. Mis facultades mentales, como la memoria, la imaginación, la emoción y la voz cascada, ya no me ayudan.
Si la oratoria me abrió las puertas de la gloria, también le ha dado giros a mi vida. El 30 de diciembre de 1960 ocurrió en Chilpancingo una matanza cometida por el Ejército contra el movimiento estudiantil y popular que pedía la autonomía de la Universidad. Ese hecho provocó que el 4 de enero de 1961 el Senado declarara desaparecidos los poderes en Guerrero. Tras la entrada del nuevo Gobernador, la presión popular hizo posible la liberación de los estudiantes presos.
Con ese motivo, el Comité visitó las principales ciudades del Estado para agradecerle al pueblo su apoyo. A Iguala le tocó el 11 de febrero. Al mitin, que se celebró en la parte norte del Monumento a la Bandera, fui invitado. Ahí me pidieron que hablara.
Después de mi arenga se me acercó un joven pidiéndome que lo acompañara, pues el Obispo quería hablar conmigo. Después de hacerme del rogar, por fin, fui. El Obispo dijo que, después de escuchar parte de mi intervención, me pedía asistir a un Cursillo para líderes sociales. Se comprometió a cubrir la cuota, llevarme y regresarme a Iguala. Lo que cumplió.
A ese movimiento me entregué en cuerpo y alma por 50 años. Pero, mi intención al redactar este artículo es, principalmente, dar las gracias más cumplidas a don José Rodríguez Salgado, mi gran maestro y mejor amigo, que tuvo a bien incluirme en su columna del 8 de septiembre de este Diario 21- en la lista de los guerrerenses que se han significado en el “arte del buen decir”.
Pero, también hago extensiva mi gratitud al Dr. Salvador Román Román, ejemplar maestro y amigo de toda la vida, quien tuvo a bien expresarme que mis palabras pronunciadas el día primero de este mes, habían sido un discurso poético”.
Cuando yo tenía 17 años, pensaba que un hombre de 48 años era un viejo; cuando tuve 50 pensé que un hombre de 70 era un chocho; ahora que tengo más de 80, pienso que vivo, sufro, me faltan metas por cumplir, pero tengo esperanzas, ¡Soy! Y esto es bastante.