La vida pasa, pero nunca borrará nuestros recuerdos

Por: Rafael Domínguez Rueda

Un viejo adagio dice varias verdades de peso, mejor dicho, de muchos pesos: «Vino viejo que beber. Leña vieja que quemar. Libros viejos que leer. Amigos viejos para recordar». Y es verdad. Afortunadamente de esos cuatro regalos de la vida he disfrutado.


Una memorable noche, en la ciudad de México, bebí un memorable Vega Sicilia de madura edad cuyo espíritu resultó inolvidable. Y en Tabachines de Cuernavaca libé un cognac Remy Martin Luis XIII, cuya alma era santa, pues me sentí en las nubes.


Con la familia decidimos ir a disfrutar del espectáculo de las mariposas Monarca. Acampamos en Angangueo. Eran los primeros días de diciembre. El frio calaba hasta los huesos. Tuve que prender una fogata y sólo al arder la leña de pino pudimos dormir en aromado fuego.


Y los libros invaden mi casa. En la casa materna se conserva intacto un librero con los que acumulé en mi época de estudiante. Un viejo librero permanece en un cuarto grande; otro en un corredor; una sala de estudio está tan llena que no se puede dar paso y la biblioteca que ocupa un espacio de 6 x 6 metros, donde, después de la oficina paso más tiempo, pues me nutro de la riquísima cultura, tanto de los clásicos como de los modernos autores. Desde luego, los libros antiguos ofrecen más deleite y enseñanza que las novedades traídas por la moda Los buenos libros contienen en sí mismos las semillas del conocimiento, sabiduría y la libertad. Vicente Espinel escribió: «Los libros hacen libre a quien los quiere bien». Y si conservo los de estudiante puedo asegurar que soy, no sólo afortunado, sino muy rico. No tendré para comer, pero me nutre más la lectura. De entre las 15 mil obras, tengo un Códice valuado en 50 mil pesos; una edición de El Quijote de 1797 y otra en miniatura grabada en marfil. Todos los libros, sin excepción, los he leído, pues ese vicio lo adquirí desde los seis años.

Y en cuanto a los amigos, los más viejos son los más amigos. Y es que los amigos verdaderos son aquellos que han pasado la prueba de los años y nos han dejado o una lección o abierto las puertas de la gloria.

En días de mi niñez viví en Pilcaya donde presencié dos casos paranormales y mi maestro Antonio Jiménez Abarca me encauzó por la declamación. Luego en Chilapa, la Atenas de Guerrero, me forjó caballero. Tres maestros y un contemporáneo: Tomás Herrera me motivaba mucho. Diez años después, estando en Zacatecas, asistí a una conferencia de un cardenal italiano. Uno de los asistentes le pregunto: «Si en estos tiempos todavía había santos. El ponente le respondió: «Si. Si quiere conocer a uno, vaya a Chilapa y pregunte por el padre Tomasito. Después de que platique con él, habrá comprobado que caminan santos entre nosotros». Me quedé sorprendido porque el padre Tomasito había sido mi maestro. Luis Acevedo, gran orador, sembró en mí el amor por la poesía… Sergio Ramírez, me dijo que me dedicara a arriar chivas. 30 años después coincidimos como conferencistas en un Cursillo de 3 días. Al final del día nos reuníamos para evaluar nuestros trabajos. La primera noche le hice unas observaciones. En la clausura, públicamente confesó que después de 50 años de ejercer, nunca se imaginó que un alumno al que había minimizado, le hubiera dado una lección de vida. Y, Humberto Osorio, otro gran orador, quien me inscribió en un concurso de oratoria y sin imaginarlo resulté campeón estatal, lo que cambio mi vida por completo.

Guardo momentos inolvidables de mi vida de andariego. En Acapulco construí mi nido de amor y encontré un amigo Fernando Salinas que se desvivía por mí. En Zihuatanejo, un buzo no solo me atendía a cuerpo de rey, sino a fin de año me preparó un pavo que me higo recordar a López Tarso. Mazatlán me entregó una flor natural. En la Paz encontré a don Efrén Alcocer, casi un padre y al padre misionero Sergio, otra alma de Dios.


La nostalgia de los ayeres idos me trae evocaciones de La Puerta de Alcalá que hay que contemplar bajo las estrellas para no quedarse atrapado bajo sus muros de piedra. La magnificencia de Paris. La Plaza de San Marcos, el mejor Salón de Europa. Roma, sólo por verla, recorrerla y admirarla vale la pena visitarla. Pompeya donde el tiempo se detuvo en el año 79 d. «Ver Nápoles… es absolutamente delirante… Y yo agregaría: ¡Ver Iguala y a vivir”…!


De igual forma, periódicamente me reúno con el único compañero de la infancia: Juan Sánchez Andraka, niño de más de 85 años, con quien -como a las once años- sigo compartiendo proyectos y la nostalgia y el afecto. Él me indujo por el camino de la escritura. De mi adolescencia con el único que convivo, como Marcelino pan y vino, es con Alfredo Avilés.


El destino puso en mi camino tres egregios maestros y auténticos valores patrios: Hermilo Castorena Noriega, José Rodríguez Salgado y Margarito López Ramírez, de los que he aprendido mucho y son amigos de toda la vida. Además, tengo amigos muy cercanos que están lejos: Guadalupe García Franco, Alejandro Sánchez Román, Rubén Sánchez, Pedro Ruiz, Honorino Uribe Figueroa, Raúl Román Román. Doy gracias también de que vivo, en un rinconcito del corazón de Salvador Román Román y Florencio Benítez González, dos extraordinarios doctores.


Otro día hablaré de los que me ayudaron a escalar, integrantes de los Grupos Independencia, Calpulli Yohuala, Tantum Ergo, Sociedad Igualteca de Geografía, Grupo PODERYO y Escritores Guerrerenses.


Cosas son esas de antes muy de ahora, Las vivo nuevamente en el recuerdo y se me viene una lluvia de bendiciones, pues pocas cosas hay en la vida más hermosas que la amistad y pocas más disfrutables que beber una copa de vino y recordar viejos tiempos, historias de juventud o…de la semana pasada.