La nochebuena de la felicidad

Por: Rafael Domínguez Rueda

Cuando mi prometida y yo nos casamos 57 años se cumplen hoy de eso poseíamos una fortuna inmensa: ella tenía a su madre, yo a mis dos padres; vivían nuestros hermanos, tíos, primos y muchos amigos, aunque éramos pobres. No teníamos dinero para ir de viaje de bodas a Acapulco, que era entonces el puerto paradisiaco más de moda para los lunamieleros. Solo nos alcanzaba para llegar a la ciudad de México, donde los servicios se ajustan a todos los bolsillos.


Así, nuestra luna de miel la pasamos en la Cuidad de los Palacios. Quizá pueda parecer una mera pretensión si uno no tiene cuidado de mirar al alrededor del Centro Histórico. De hecho, el sobrenombre «ciudad de los palacios» fue impuesto por el viajero inglés, Charles Latrobe, quien la visitó a mediados del siglo XIX.


Un año después, ya pudimos ir Acapulco. Entonces si salimos a la calle, las playas y las discotecas. Pudimos conocer muchas de las hermosuras de la Perla del Pacifico.


No podía yo imaginar que veinte años después los acapulqueños me adoptarían como suyo y que me ayudarían a construir un nido de amor, brindándome, además, esa hospitalidad tan señorial, de costeños bullangueros.


Me vanaglorio de haber conocido gente como don Fernando Salinas Torres; lugares como la Quebrada; hoteles como el Princes o Las Brisas, restaurantes como Sirocco o Bellavista; sitios como el Papagayo; playas como Caleta y Caletilla; vistas como Sinfonía del Mar; discos como el BabyO y Palladium; tantas y tantas maravillas que encierra.
A propósito de maravillas, mi Mundo está rodeado de maravillas, gracias a las cuales sigo viviendo mi segunda juventud.


La primera maravilla se llama Ma. Teresa, mi esposa. Su presencia, regalo de Dios, es mi felicidad. Su voz, arrullo angelical es mí alegría. Su mirada, fulgor celeste es mi inspiración. Hace 57 años esta hermosa mujer me tomó de la mano y con paciencia y ternura me ha llevado por la vida como se lleva a un niño.


Pasando a otra cosa. Es fin de año. Mi última colaboración de 2024. Nos vamos de vacaciones. Es de sabios desocuparse por completo de vez en cuando, es decir, reservarse para si una semana, un día, una tarde o una hora para renovar fuerzas.


Durante un año nos hemos entregado al trabajo, porque el trabajo no es maldición, sino bendición sublime que ennoblece, engrandece, nos da para el sustento y, sobre todo, da sentido a nuestras vidas.
Pero no todo puede ser trabajo. La común frase enseña que «Hay que trabajar para vivir, no vivir para trabajar» Santa Teresa, gran santa, expresó una frase llena de sabiduría: «Cuando Cristo, Cristo, y cuando pisto, pisto. El pisto era un sabroso guiso de su tiempo. Quería dar a entender la santa que cuando es tiempo de trabajar hay que entregarse plenamente a la tarea; pero ante un apetitoso platillo o frente a cualquier otra ocasión de gozo humano se debe disfrutar el momento en plenitud y vivir con alegría ese don de la vida.


Trasladadas las cosas al trabajo es recomendable que, periódicamente haga uno alto en el camino, un lapso en el que no se va a hacer absolutamente nada de lo que se hace habitualmente, para estar uno consigo mismo, dueño de sí, gozosamente alegre y despreocupado y también para dedicarle todo el tiempo a la familia.


***Sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro son los deberes indispensables que el refrán popular señala para que toda vida cumpla una misión fecunda.
Pero al adagio le faltó decir que cada día para que no se considere perdida, es necesario construir nuevas amistades.
Así, quien no logra aquello, puede decirse que es como un árbol que se sembró en el desierto, como un hijo que se incubo en probeta o como un libro que se escribió sin tinta
Por eso yo, ahora extiendo mi mano amiga deseando a mis lectores y amigos que la Nochebuena de la alegría durante todo 2025 rinda la mejor cosecha de felicidad.

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