Excursionista

Por: Rafael Domínguez Rueda

Corto o largo, el camino siempre fortifica. Desde los seis años gracias a que mi padre fue campesino empecé a escalar los cerros que rodean a Iguala.


Caminar por el campo es relajante, pues, respira uno aire puro, admira uno el paisaje, se percibe el aroma de las flores, alegra el canto de las aves, sorprende el rumor del viento, se satura el pensamiento de ideas y ensueños. En la cima de un cerro se siente más cerca del cielo, pues he sentido un espíritu que no late en las calles de la ciudad con su tráfico.

En las montañas podemos encontrar altares para rendir culto a ese misterio al que llamamos Dios. Y es que el hombre activo escucha la voz de las cumbres y por eso anhela llegar a ellas. Iguala está rodeada de cerros y me precio de haber subido a todos, en tiempos de mi entrada madurez. Algunas veces con Brígido Martínez y Guadalupe García Franco y otras con algunos de mis hijos alcancé la cima de las antenas. Estuve al pie de la Peña del Caballo y entre a la cueva. Subí a la cima de Cerro Grande, donde se encuentra el cuarto adoratorio.

De los diez a los 13 años viví en Pilcaya. Casi, cada 8 días, bajábamos dos barrancas para irnos a bañar a una poza. Cada mes teníamos un día de excursión. En una ocasión fuimos a Malina, un poblado distante a 30 kms. De regreso, me sentía cansado. Así que me retrasé con el compañero Marcos García, a tal grado que llegamos a Pilcaya, casi a la media noche. Cuando íbamos a entrar al pueblo nos llamó la atención ver que salía del panteón una procesión que por la calle principal se dirigía al Centro. La distinguimos por las velas. Apresuramos el paso. Marcos me llevó por un atajo. Una calle que desembocaba en la principal, justo frente a la entrada del atrio. Al llegar a ese punto, los dos quedamos paralizados, estupefactos. La columna estaba cruzando la reja cerrada y penetrando al templo que también tenía las puertas cerradas.

Desde luego, no fue una ilusión óptica, Éramos los dos que estábamos presenciando un hecho insólito, no era un engaño de los sentidos o por la imaginación, sino algo sobrenatural, es decir, un fenómeno que parecía real, pero que no se puede explicar científicamente.

Continué mis estudios en Chilapa. Jueves y domingos salíamos de paseo y había que subir cerros. Cada mes disponíamos de un día de excursión. Subí al cerro Tezquitzin de 2, 120 msnm., majestuoso volcán cuida Chilapa. Al de Acatlán, a 1,500 msnm., desde donde se divisa la ciudad de Puebla. Allá viví otro fenómeno paranormal que sólo dejo descrito en mi Diario.


Cuando viví en Mazatlán, los domingos acostumbraba subir el cerro del Crestón, donde se encuentra el Faro que es uno de los faros naturales más altos del mundo, con una altura de 1,100 msnm. En una ocasión me acompañó mi jefe con sus 3 hijos. A media subida el más pequeño ya no podía, así que me lo tuve que cargar.


Por mi trabajo viví seis meses en Monterrey. Los domingos, como muchos regiomontanos subía el cerro del Chipinque. Una montaña en la que se siente el contacto con la naturaleza entre pinos y encinos y se disfruta de paisajes espectaculares.


Allá como otros senderistas, tomaba una piedra en cada mano que llevaba en alto para fortalecer los músculos. De bajada la dejábamos en el lugar donde la habíamos tomado.


En diciembre, sin darme cuenta, fui a dar a la estación meteorológica, Caía nieve. Las ramas de los pinos sostenían los copos blancos. El personal de la estación me hizo pasar. Me ofrecieron un café y me preguntaron porque había subido. Como les contesté que cada 8 días lo hacia. Ellos me aclararon; Es que no es un día normal, Estamos a 3 grados bajo cero. Está nevando y usted trae ropa deportiva.
He subido al Nevado de Toluca y me dejaron sorprendido las dos lagunas que existen dentro del cráter.


Con esto dejo constancia de que, además de que he sido un inquieto andariego, también he sido lo que ahora se llama senderista y antes era excursionista.

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