Miedo a las arañas, miedo a los fantasmas, miedo a los payasos… El miedo aparece cuando creemos estar en peligro, una respuesta emocional que se activa ante diversas amenazas y suele estar acompañada de cambios fisiológicos como: respiración acelerada, pupilas dilatadas, aumento en el ritmo cardíaco y la presión sanguínea.
Esta emoción ha acompañado al ser humano a lo largo de su existencia, aun cuando las situaciones que la generan han cambiado con el tiempo; de ahí su importancia como mecanismo de supervivencia.
Durante mucho tiempo los principales temores que atormentaban al ser humano eran producto de la naturaleza: epidemias como la peste y la viruela; incendios causados por rayos, plagas que destruían cosechas o propiciaban enfermedades, terremotos y erupciones volcánicas; sin embargo, han surgido otros a partir del contexto social y cultural en el que las personas viven.
De manera general, existen algunos miedos que, aunque son propios de las etapas de crecimiento, se presentan de acuerdo con las experiencias, así, uno de los primeros miedos es a la oscuridad; en la adolescencia puede surgir el miedo a defraudar a los padres, a sentirse humillados y pasar vergüenza. En la etapa adulta, suelen aparecer los relacionados con la pareja o el éxito profesional, mientras que, en la vejez, los afines con la pérdida de autonomía, dependencia, soledad y la muerte.
Los miedos se clasifican en dos tipos, según su origen: los irracionales y los reales. Los primeros, no generan daño o no existen, por ejemplo, la oscuridad, fantasmas o hablar en público. Estos miedos son aprendidos, debido a que pueden depender de los estímulos o experiencias a las que se ha enfrentado una persona. Los reales están asociados a una amenaza tangible, cuyos resultados son perceptibles, como animales venenosos, una pelea, secuestro o cualquier situación que pueda generar daño físico.
Es necesario mencionar que sin importar el tipo de miedo se activan áreas del cerebro que ayudan a los seres humanos a enfrentar las situaciones que le generan una sensación de peligro. El proceso inicia cuando una región llamada tálamo recibe la información percibida por los sentidos y la transmite a la amígdala, área de mayor importancia en la regulación del miedo.
Esta región del cerebro, ubicada en el sistema límbico y cuya función es regular las emociones, percibe un estímulo que al interpretarlo como dañino, envía señales al hipotálamo y al sistema nervioso central donde se desencadenan los cambios fisiológicos para encender la alerta.
Finalmente, la corteza prefrontal, en la que se almacenan todos los recuerdos que pueden ser evocados de forma consciente, procesa el contexto para interpretar lo percibido y, de acuerdo a las experiencias previas del individuo, lo ayuda a saber si la amenaza es real o no.
En este proceso de la regulación del miedo participan, principalmente, tres neurotransmisores: la noradrenalina que se encarga de mandar proyecciones a todo el cerebro y activar al sistema nervioso simpático para iniciar con las reacciones fisiológicas ante el estímulo en cuestión; serotonina, la cual induce las conductas de temor similares a la ansiedad y GABA que sirve para interrumpir la transmisión de los impulsos nerviosos y así reducir la intensidad de las respuestas fisiológicas.
Respecto de la intensidad del miedo, se pueden distinguir varios niveles: el primero es el temor, aquel que se origina porque existe una sospecha de que algo pueda suceder o aparecer; el horror, más relacionado con la aversión que con el peligro; dentro de los niveles de miedo intenso, también está el terror, presente cuando la amenaza sobrepasa las posibilidades reales de afrontarlo, en estos casos se expresa como parálisis en el pensamiento y en la acción; y finalmente el pánico, cuya sensación lleva a acciones descontroladas y caóticas.
En determinados momentos de miedo su manifestación más intensa puede ocasionar que se desactiven los lóbulos frontales, importantes para las funciones cognitivas, el control de la actividad o el movimiento voluntario, cuyo fallo provocaría la perdida de noción de la magnitud y en muchas ocasiones el dominio sobre la conducta.
Además, el miedo irracional, o niveles anormales de este, pueden causar importantes trastornos y disfunciones que limitan la capacidad de una persona para disfrutar de la vida, a esta situación se le denomina fobia.
Las fobias más recurrentes son: a los animales (zoofobia), a volar (aerofobia), a las alturas (acrofobia), a espacios cerrados (claustrofobia), a las inyecciones (tripanofobia) y pueden ser tratadas con terapia conductual, donde se involucra al objeto o situación que genera el miedo, con el fin de enfrentarlo y mantener una actitud relajada.
Por sus efectos sobre los individuos, el miedo puede ser paralizante, las personas tienden menos a actuar y más a permanecer en estado de alerta, a la espera de los acontecimientos; o ser un aliciente para que se busque disuadir al contrario atacándole.
Es importante señalar que, si bien el miedo y la ansiedad pueden parecer similares, esta última es una respuesta psicofisiológica (emocional, hormonal y cardiovascular) orientada a situaciones futuras, es decir, existe una relación entre los estímulos ambientales y las respuestas emocionales ante el peligro que suponen escenarios generados en la mente.