Por: Carlos Martínez Loza


Iguala, Guerrero, Mayo 13.- Lichtenberg escribió germánicamente que en una universidad debería haber al menos un hombre capaz. Daba como razón una metáfora: “si las bisagras son de buen metal, lo demás puede ser de madera.” La historia fundacional de nuestra universidad se goza de hombres que personificaron esa metáfora: Justo Sierra, Antonio Caso, José Vasconcelos y un hombre que conjugó la cultura griega y humanista como ideal de la universidad: Pedro Henríquez Ureña.

Nació ilustremente dominicano en 1884. Aun niño, su madre, la poeta Salomé Ureña, le dedicó un poema enternecedor antes de morir de tuberculosis: “Así es mi Pedro, generoso y bueno, […] Cuando sacude su infantil cabeza, el pensamiento que le infunde brío, estalla en bendiciones mi terneza, y digo al porvenir: ¡Te lo confío!”

Quiso el porvenir maternal confiar los años juveniles de aquel hombre a México y la Escuela Nacional de Jurisprudencia. En 1914 escribe su tesis para obtener el título de abogado, un texto singular por su temática: la universidad. Ahí reflexionó admirablemente sobre la historia, el concepto, la función y autonomía de la Universidad Nacional de México; disputó y rebatió las ideas de los positivistas, “tardíos discípulos de Comte”, que se oponían a la idea de una universidad con dimensión humanística.

Sobre el concepto de universidad escribe que es “una institución destinada a cumplir fines de alta cultura y de cultura técnica [educación profesional y práctica]”. En otra página, apunta que esa educación profesional no solo es útil para el que la adquiere, “también lo es para la sociedad, que la necesita y la pide.” En Utopía de América, uno de sus discursos fundamentales, esplendorosamente escribe sobre la justicia y la cultura: “El ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es superior el hombre apasionado de justicia al que sólo aspira a su propia perfección intelectual”. Proverbialmente agrega: “Al diletantismo egoísta, aunque se ampare bajo los nombres de Leonardo o de Goethe, opongámosle el nombre de Platón, nuestro primer maestro de utopía, el que entregó al fuego todas sus invenciones de poeta, para predicar la verdad y justicia.”

Henríquez Ureña modeló a ese maestro que conjuga la justicia y la cultura: noble, generoso y ocupado en sus estudiantes. Jorge Luis Borges con admiración dijo sobre él: “enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo”. Ernesto Sábato, el otro gran escritor argentino, rememoró el día que conoció a ese socrático profesor en el colegio secundario de la Universidad de La Plata: “Se me cierra la garganta al recordar la mañana en que vi entrar a ese hombre silencioso, aristócrata en cada uno de sus gestos que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad.”

El volcánico reino de Ciudad Universitaria, que se erige sobre las ruinas pedregosas de la cultura de Copilco, es a lontananza una flor de pétalos gormanianos que si uno más la mira más embellece la amorosa lluvia y los octubres: a veces es una puerta eterna, de bisagras de buen metal, en la que el frontispicio parece susurrar a todo aquel se adentra “Ya estabas aquí antes de entrar y cuando salgas no sabrás que te quedas.” Secretamente en la intimidad todos sabemos que entrar a la UNAM significa nunca salir de ahí, como si una parte de nuestra alma se empozara para siempre en lo profundo de la utopía de Henríquez Ureña, la utopía de que podemos ser humanamente mejores y vivir socialmente mejor. Eso es nuestra universidad.

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