Por: Antonio León
Nunca se había visto tal tristeza y soledad como la de Jesús, principalmente en la hora del refrigerio escolar, se apartaba de todos, lo hacía en un rincón que estaba un tanto maloliente por la cercanía de los tambos para la basura, ahí se pasaba ocultando su desgracia de no llevar nada para comer ni tampoco alguna moneda para comprar, sus hermanos menores no iban a la escuela, aunque uno ya estaba en edad de ir al preescolar, y que bueno que no lo hicieran, porque entonces se complicaría la asistencia a clases de los tres por el costo del transporte, que era el motivo por el cual Jesús faltaba seguido a la escuela, cuando no había dinero para el pasaje de él y su madre, que era quien lo llevaba al colegio y lo iba a recoger.
Por lo general se le veía como ausente, a tal grado de que el maestro frecuentemente se colocaba a un costado de él y le hablaba, entonces Jesús reaccionaba como si hubiera estado dormido con los ojos abiertos, y ante su sobresalto, sus compañeros de clase se reían y no pocos se burlaban. Hablaba muy poco, casi siempre con monosílabos: si, no, quién sabe, no sé.
Tenía una imagen pálida y doliente, como su rendimiento escolar, tan bajo que lo canalizaron con el maestro de Educación Especial para descartar deficiencia mental, el especialista encontró que su intelecto era el normal de un alumno promedio, y que era la desnutrición y sus inasistencias lo que lo tenía estancado en un rezago escolar severo. Citaron a sus padres para plantear posibles soluciones, pero les mandaron tres citatorios y nunca aparecieron por la escuela, en lugar de eso, Jesús dejó de asistir a clases.
Ante esta situación, se tomó la determinación de enviar a una trabajadora social para que hiciera la entrevista a los padres en su propio domicilio. La trabajadora social llegó a duras penas donde vivía la familia de Jesús, ya que las calles no tenían su nombre impreso y tampoco el número en cada casa, así que tuvo que transitar más de una hora por calles sin pavimentar, llenas de hoyos y piedras preguntando a personas que parecían salidas de la novela Pedro Páramo, hasta que al fin dio con el domicilio que buscaba.
Cuando una señora casi cadavérica le abrió la puerta, se encontró con un atroz mundo de increíble miseria, un par de ancianos tirados en un petate, quienes de seguro eran los abuelos, y Jesús con sus dos hermanos, con un semblante de desnutrición inverosímil para ella, que nunca antes había visto pobreza igual: una casa de láminas de cartón de una sola pieza, en un rincón unos petates enrollados, al centro una desvencijada mesa con cuatro sillas de lámina, en donde estaban sentados los tres niños en espera de una comida que tal vez no llegaría, al fondo una pequeña estufa oxidada, en otro extremo unas cajas para guardar la ropa y un mueble de madera apolillada a manera de alacena, la cual estaba también a la espera de que se guardara en ella algún producto comestible.
La trabajadora social no hizo el mínimo intento de entrar a la casa, lo que vio le había generado una tristeza y una pesadumbre profundas, observó una especie de seres infrahumanos, como en estado de vida latente, terriblemente vivos, carcomiéndole su estado de confort. La voz de la señora la devolvió a la dramática inmediatez del momento, -¿qué desea?- Ella titubeante sólo atinó a decir con los ojos vidriosos por las lágrimas a punto de brotarle: como Jesús no se ha presentado a clase le traigo su beca. Sacó de su bolsa un billete de doscientos pesos y se lo entregó, inmediatamente se dio la vuelta y apresuró el paso de regreso, apenas si alcanzó a oír a sus espaldas las gracias que le dio la señora, quien alcanzó a escuchar un poco del llanto a medias contenido de la trabajadora social.
Hasta el martes próximo estimado lector.