RECUERDOS.

Por: Antonio León

Lo que recordaba Rigoberto de su infancia era su casa hecha con desechos de construcción, tablas, tabicones, plásticos, fibra de vidrio y cosas por el estilo, el techo de lámina de cartón que siempre goteaba cuando llovía. Su cama que era un petate cubierto con un sarape, la mesa desvencijada donde comían, las sillas de lámina con la publicidad de una marca de refresco o de cerveza, la estufa oxidada pidiendo a gritos su jubilación, la pequeña televisión con un gancho de alambre como antena que sólo sintonizaba el canal de las estrellas y a veces ni ese, la luz mortecina por falta de un transformador en la colonia. Las calles sin pavimentar que los hacían tragar polvo en tiempo de secas y caminar en verdaderos pantanos en tiempo de lluvias, pero sobre todo el hambre que nunca lo abandonaba porque siempre se quedaba con las ganas de llevarse un bocado más a la boca. Lo recordaba con tristeza porque nada había cambiado en su mundo actual. Era por eso que recordaría lo mismo su hijo Raulito cuando creciera.

DEMASIADO TARDE.

Era muy joven como para que su mundo se volviera una mierda, pero ya era demasiado tarde, a sus trece años estaba embarazada del padrote de la colonia.

ELLA MOVÍA los hilos de su vida a su antojo como si fuera su marioneta. Él, en un momento de insurrección instantánea, cortó los hilos y se desplomó al instante sin saber qué hacer ni a dónde ir.

SE HARTÓ de ser un tipo por demás infeliz, y a pesar de ello tener que sonreírles a todos, todos los días. Así que renunció a su trabajo de payaso.

PERDÓN.

Don Margarito Gudiño llegó tarde a la reunión de las nueve de la noche de la sociedad de padres de familia de La Escuela de Todos Los Santos, de la cual él era el presidente. El señor Gudiño tenía un buen pretexto para el retraso de la llegada a la junta, pero era uno de esos pretextos que los hombres que llevan la moral como estandarte no lo pueden divulgar, aunque el olor a perfume de jazmines y una marca ligera de carmín en su bigote, despertaban suspicacias que apuntaban a Doña Salustia, mujer madura pero fogosa de norte a sur y de este a oeste en su geografía que todavía fecundaba pasiones insumisas, sin regateos ni recatos en eso de la liturgia corpórea que curaba los males de almas ajenas por una módica cooperación monetaria. Así que don Margarito sólo dijo: perdón señores y señoras, espero que también Dios me perdone por este retraso.

LA CHICA DE LA CASA DE CITAS.

Ella era cálida, dulce, generosa, sensible y cordial, experta en armonizar con las personas, ya fuera de manera económica o por el simple placer de ir más allá de la inmediatez de la rutina. Fui a su casa y pagué por una cita veinte pesos, no se me hizo cara, pero si pensé que no era para tanto, me la pudo haber proporcionado de manera gratuita. La que me vendió fue esta cita de Pablo Neruda: “es tan corto el amor y tan largo el olvido”.

Hasta el martes próximo estimado lector.

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