Por: Antonio León 

A temprana edad Manuela aprendió a ocultar sus penalidades como si fueran algo inconfesable, el autoritarismo de su padre que se imponía a través del miedo, es igual que el de su marido, con el que ha continuado su penitencia de haber aceptado su desgracia sin la mínima oposición. Quienes la conocen la compadecen por estar encadenada a unos grilletes perversos de los desplantes violentos de su esposo. 

Manuela no añora su pasado, porque fue exactamente igual que su presente, se repite la historia de su padre violentando a su madre, a ella y a sus hermanos.  

No reflexiona, simplemente se dedica a hacer lo que le obliga la cotidianidad de su existencia gris. Ella mecánicamente se abandona a la inmediatez del constante agobio de su marido, que la ataca física y mentalmente sin el mínimo afecto a lo que representa como esposa y madre de sus hijos, sólo la tiene para el desahogo carnal que le proporciona noche a noche. 

Su vida es una enorme fuente de preocupaciones, en donde la mayor de ellas es que, si la abandonara su marido, su mundo se vendría abajo hasta tocar fondo, pues no trabajaba y nunca lo había hecho. Padece ansiedad todo el tiempo, hasta cuando está dormida, porque su sueño es intranquilo por la angustia siempre presente de que a su hombre le vaya a golpear por cualquier cosa, entonces despierta agotada por un enorme esfuerzo insoportable de estar medio dormida y medio en vigilia. Ha probado amuletos y limpias para que cambie la manera de ser de su esposo, pero sin el mínimo resultado alentador. Pobre mujer, pocos serían los mortales capaces de soportar el suplicio que le aflige. 

En el escenario que vive Manuela no caben los sueños color de rosa, sólo las pesadillas de una realidad lacerante, lidiando cotidianamente con sus heridas sin sanación a la mano. Solamente le queda el recurso de encomendarse al Supremo Creador para que la acoja en su santo reino. 

Desesperada por tanto abuso y en un mínimo destello de conciencia de su cruel realidad, en una noche sin luna ni estrellas, por encima de sus penas, encara al marido como no lo ha hecho nunca, a pesar de los golpes, ella lo empuja, lo jalonea y lo insulta una y otra vez, se defiende, aunque tímidamente, mientras recibe una golpiza. Llega el momento que su voz se apaga por falta de aliento, su silencio se hace presente con los borbotones de sangre que salen de su boca y nariz. Un último golpe la deja inerte. Por fin su calvario ha terminado. 

DEBEMOS PENSAR que siempre se cuenta con el privilegio de la pausa. Descender la intensidad de la marcha. Acomodarse en estado de reposo. Sacarse los zapatos. Tocarse el latido del corazón y sentir lo que quiero que siga y lo que no. Así, escuchando tu respiración como respuesta, con la cabeza inclinada, mirando a ese cielo que aguarda tu vuelo. Tranquilos, despacio, en ese silencio donde la verdad siempre te es revelada. Eso, en pausa, date la oportunidad de frenar, así, con tu cuerpo a la altura de tu alma. No desesperes, es importante que sepas esperar, tomar una pausa ayuda a visualizar mejor tus problemas y a apreciar las pequeñas cosas que hacen magnífica la vida (Lorena Pronsky. Psicóloga).  

Hasta el martes próximo estimado lector.

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