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Londres, Inglaterra, Martes de copa en Anfield, Liverpool contra Southampton. Con sangre nueva, el Liverpool salió a tantear sus posibilidades. Alexander Isak, comprado al Newcastle, necesitaba un grito, uno solo, para comenzar a justificar la camiseta roja. Lo encontró cuando el reloj marcaba el minuto 43: controló con frialdad dentro del área y definió como si llevara años jugando para la afición de los Reds. Fue su primera anotación con el club del puerto de Inglaterra, pero no sería lo único memorable de la noche.
Antes del descanso, el Southampton, mucho más valiente de lo esperado, rozó el empate con un disparo que estremeció el poste. Suspenso. El gol no llegó, pero fue un aviso.
En el segundo tiempo, los visitantes mostraron que no venían a rendir honores. Aprovecharon un error defensivo que habría hecho enfadar a cualquier entrenador de cuanquier categoría: un mal pase, un mal control, y ahí estaba Shea Charles, un chico de 21 años, igualando el marcador con una definición seca. Júbilo de la visita, inquietud en casa.

El reloj avanzaba, inexorable. Entonces, al minuto 85, lanzó una última apuesta: Hugo Ekitiké, veloz, hambriento, algo impredecible. Bastaron unos segundos. Recibió el balón y definió con violencia y precisión. Gol. Grito. Éxtasis. Y después… el caos.
Ekitiké corrió hacia la grada, se quitó la camiseta, giró con los brazos abiertos. El árbitro lo esperó. Segunda amarilla. Expulsión. De héroe a mártir en 30 segundos. Un símbolo perfecto de la Copa de la Liga: emociones desbordadas, gloria efímera, y la fragilidad del futbol.
Los minutos finales, los jugadores del Liverpool, con uno menos, defendieron como si fuera el último partido de sus vidas. El Southampton buscó, pero ya era tarde. El silbatazo final le devolvió el alma al cuerpo a todos los Reds en la cancha y las tribunas de Anfield.