Por: José I. Delgado Bahena

La verdad, hasta ahora entiendo la intención de la pregunta que me hiciste cuando nos vimos en la cafetería y, curiosamente, en la música que ambientaba el lugar, salió esa composición famosísima de Camilo Sesto.

“¿Cómo se llama esa canción?”, me dijiste un tanto seria, pero con tu enigmática sonrisa de siempre dibujándose en tu boca.

Yo caí redondito, como un adolescente, ilusionándome con la pregunta que hace el título de la melodía.

“¿Quieres ser mi amante?”, te dije con un tono intencionado para aprovechar el mensaje subliminal de la letra de la canción.

“Sí quiero”, respondiste con una mirada suplicante rodando por tus pupilas, ante la expectación de mi rostro, al escuchar tu respuesta que no supe cómo interpretar, si como burla o acertijo. No lo supe; por eso, con mis anhelos desbordándose en una lágrima débil que lloré emocionado, te pregunté:

“¿En serio?”

“Tal vez”, dijiste y te levantaste para dirigirte al sanitario.

En ese momento recuperé la época en que nos conocimos. Fue en la prepa. Tú ibas en primer semestre y yo en sexto. En ese entonces, yo no me atreví a hablarte; solo te veía fijamente cada vez que nos encontrábamos, tú me regresabas la mirada con una sonrisa y con eso yo te consideraba como mi novia.

Sí, ya lo sé: fui un maldito cobarde que no tuve valor para decirte que me gustaste desde que te vi cerca del auditorio de la escuela en compañía de Lolis, tu compañera que era mi vecina y por ella supe tu nombre completo y dónde vivías. Solo eso. No me atreví a más. Después, nuestras vidas tomaron rumbos distintos; pero siempre viví esperanzado en aquel recuerdo, en ese “noviazgo” fantasma, y me dije que, si te volvía a encontrar, ya no te dejaría ir.

Y, ¡claro!, sucedió: nos encontramos, como todo el mundo se encuentra hoy: en el face.

Lo inesperado fue que tú me enviaras solicitud de amistad. Te reconocí por tu mirada, por esos ojos llenos de luz que me iluminaron en mi último año de prepa. Siete años habían pasado; pero esa chispa seguía siendo la misma.

Por supuesto, acepté la solicitud, a pesar de leer en tus datos que estabas casada con un tal Hugo Chávez. Me extrañó muchísimo, pero no iba a dejar pasar la oportunidad. “¿Qué tal si solo está casada en el face?”, me dije, e inmediatamente te hice conversación en privado.

Eran las once de la mañana de un día cualquiera, de un mes perdido en la negrura del que sea. Para mí fue la hora gloriosa, del día santo, del mes inolvidable en el que se abrió el cielo y descendió la paloma bienaventurada de la misericordia.

“¿Qué haces?”, me preguntaste.
“Nada. Revisaba unos pendientes.”, te respondí ilusionado, suponiendo que de verdad estabas interesada en mí, en mis cosas, en mi persona. “¿Y tú?”, te pregunté.

“Tengo descanso en mi trabajo. Voy a ver qué almuerzo”, me dijiste de inmediato, como temiendo que se fuera la luz, o que se desconectara el internet.
“Espérame. Te invito”, te pedí mortalmente ilusionado. Aceptaste y salí como loco en busca de mi moto que tenía estacionada en la puerta.

La verdad, no recuerdo a dónde fuimos a almorzar. Lo que sí recuerdo es que después te invité a mi casa. Bueno, es un departamento que rento para vivir independiente de mis padres. Ya ahí te mostré mis discos, mis libros, mis películas. También te enseñé algunas fotos de cuando fui niño y al cabo de unas dos horas me dijiste que tenías que irte. Te llevé al centro. Dijiste que ahí tomarías tu combi.

Fue la única vez que nos vimos. Pasaron siete meses para volver a escribirnos por Messenger.

“Invítame un café”, me escribiste en el Messenger, como saludo.

“¡Claro que sí!”, te respondí otra vez ilusionado.


“¿Entonces…?”, te pregunté cuando regresaste del sanitario, tratando de darle continuidad a la pregunta del título de la canción.

“¿Traes dos cascos?”, me preguntaste para responder a mi pregunta, y con eso hiciste que me temblaran las piernas, las sentí flojitas, como sin huesos. De inmediato pedí la cuenta y salimos hacia el estacionamiento, donde tenía mi moto.

Ese fue el principio de nuestra historia. Era cierto: estás casada. Pero nuestros momentos son irrepetibles, inolvidables y memorables. Cada vez que llegamos a nuestro refugio, y nos abrazamos como desesperados, fundimos nuestras bocas y damos rienda suelta a los deseos, nos olvidamos del mundo; solo somos tú y yo. Nuestras manos son serpientes. Muerdo tu cuello, tus pezones, tu boca… y recorro con mi lengua toda la planicie de tu piel encendida. Eso es todo. No pensamos en el futuro, solo hay presente, porque, sí: somos los amantes que se buscan en secreto, y eso nos sale muy bien, porque nos sale del alma.

Comparte en: