Por: José I. Delgado Bahena

Todavía no quiero creer que este desmadre lo tramara el mismo viejo, solo con el fin de lograr su propósito y quedarse con mi mujer.

“Te voy a conseguir una buena chamba y verás que hasta tu casa te vas a hacer”, me dijo con una sonrisa escondida entre el follaje de su bigote que se recortaba solo cuando había fiesta y se pasaba mordiéndose las puntas.

“Sí, papá”, le contesté, obediente, sin pensar en que tenía un plan bien trazado.

En esa época, yo trabajaba de machetero en un camión de carga de mi amigo Delfino. Íbamos a la Ciudad de México por mercancía y la distribuíamos en la central de abastos.

No nos iba tan mal, pero eso sí: era muy cansado ese trabajo. De todos modos, con lo que sacaba fui ahorrando un poco de dinero y pensaba en casarme, o al menos juntarme, con Brenda, mi chava con la que ya llevábamos como cinco años de novios después de habernos conocido en la prepa.

Ella se había ido a estudiar un par de años, en la UNAM, la carrera de Medicina; pero, como no le hallaba el modo, mejor se regresó con la intención de estudiar aquí, en la UT; además, le ayudaba a su mamá en una tienda que les dejó su papá al morir, cuando ella era una chiquilla.

A su regreso continuamos con nuestro noviazgo y fuimos viendo las cosas con seriedad. Ella pensaba que podríamos vivir en su casa, ya que era hija única y no quería dejar sola a su mamá.

“¿Cómo ves, papá?”, le pregunté a mi padre cuando le platiqué sobre la propuesta de Brenda.

“Pues, muy mal, hijo”, me respondió con una fingida tristeza, “es lo mismo: yo estoy solo en la casa. ¿Por qué mejor no piensas en que vivan aquí, conmigo? Es lo mejor, si no, al rato la suegra va a comenzar a champarte que ni casa le puedes comprar a su hija.”

“Pero, pues, tampoco me gustaría darte molestias”, le dije un tanto incómodo por sus comentarios aventurados sobre mi futura suegra, “lo mejor sería que viviéramos aparte, aunque rentáramos, ¿no crees?”

“Pues sí y no”, me dijo categórico. “Mira: te propongo que vivan aquí, conmigo, en lo que te haces tu casa. Mañana mismo iré a ver a mi compadre Paúl para que te dé trabajo en el ayuntamiento. Él me dijo que te metería de agente de tránsito y lo haré cumplir su palabra.”

Así fue. Le hice caso al viejo y acepté su sugerencia y la chamba en tránsito municipal. Primero estuve en la oficina, pero me aburría y, además, el sueldo era muy bajo; entonces, le pedí al director que mejor me mandara a las calles. Como él sabía que yo había llegado muy bien recomendado, inmediatamente me ubicó en una patrulla con Fidencio, un compañero a quien le decían “el niño”, no sé por qué, y nos dispusimos a recorrer las calles.

La verdad, mi interés inicial era actuar con responsabilidad y honestidad; pero veía cómo les iba de bien a los compañeros que aceptaban “mordidas” de los automovilistas y, además, como ya me había juntado con Brenda, pues las necesidades aumentaron, así que le dije a mi compañero: “ni modo, amigo, si no le quieres entrar, hazte a un lado, pero tenemos que ir por el billete”.

Fidencio entendió y me dejaba hacer todo tipo de corruptelas para sacar dinero; desde luego, yo le compartía y no nos iba tan mal.

Como mi trabajo era de veinticuatro por veinticuatro, es decir: trabajábamos veinticuatro horas y veinticuatro las descansábamos, pues yo veía muy poco a mi vieja. Ella, según me decía, se la pasaba en casa de su mamá, para no aburrirse.

En la calle, mi compañero y yo andábamos a la caza de los autos mal estacionados, de los que se pasaban los altos y hasta inventábamos infracciones para sacar lana.

Una noche, cuando patrullábamos por la gasolinera que está rumbo a Tomatal, vimos que estaba estacionado un camión de Acapulco, nos acercamos y hablamos con el conductor. La verdad yo me puse perro, como debe ser, para no dejar que los “clientes” se te suban a las barbas. Le dije que no alegara mucho, que con quinientos pesos que nos diera lo dejábamos ir, y que eso era poco por andar fuera de ruta sin permiso.

Total, para no hacértela cansada, entre el conductor y los muchachos que traía para participar en un torneo de futbol en una prepa, juntaron trescientos cincuenta pesos, nos los dieron y hasta los escoltamos a la escuela, donde ya los estaban esperando.

Lo malo fue que la directora de la prepa ya estaba enterada de nuestro abuso, había hecho unas llamadas a otras autoridades del ayuntamiento y nos llamaron la atención.

Al siguiente día, temprano, fui a ver al director de tránsito; le tuve confianza y le conté todo: “Jefe, ya sé que la cajeteé, por favor apóyeme.”

Él me dirigió una mirada complaciente y me dijo: “Vete a tu casa, pero te advierto: si le dan seguimiento, te tendré que despedir.”

Con esa amenaza, y sin terminar mi turno, me fui a la casa.

Lo peor estuvo allí. Al llegar, escuché muchas risas en el cuarto donde nos quedábamos Brenda y yo. Cuál sería mi sorpresa que mi padre y mi mujer se encontraban teniendo relaciones sexuales.

“Esto te pasa por tu trabajo, mi rey, ¿quién te manda trabajar tanto y dormir mucho? Alguien me tenía que consolar, ¿no crees?”, me dijo Brenda, cubriéndose medio cuerpo con una sábana, mientras el viejo se escurría hacia su habitación.

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