Por: José I. Delgado Bahena

Se acercaba el fin de cursos. En la escuela preparatoria en la que estudiaba nos preparábamos para presentar el último de los exámenes finales que, según los profes, les serían útiles para decidir nuestra situación.

A decir verdad: yo no era muy bueno para las matemáticas y desde que iba en la secu procuré hacerme amigo de los más inteligentes de mi grupo. Así fue siempre, y como, según Lina, que era mi mejor amiga en la prepa, yo era muy carismático, me aceptaban en cualquier círculo vicioso que formábamos en el grupo. Entonces, mi mejor amigo, o amiga, buscaba la forma de ayudarme en los exámenes e inventábamos mil y una maneras para hacer los acordeones o “soplarnos” las respuestas durante el examen.

Algunas se anotaban en sus piernas los acordeones y cuando el profe se descuidaba se levantaban la falda para copiar las respuestas; otras las escribían entre sus dedos y apretaban las manos cuando había peligro de ser descubiertas.

Cuando íbamos en primer semestre conocí a Lina. La hice mi amiga por lo mismo: me di cuenta que era de las mataditas y, aunque estaba medio feíta, le hacía creer que me interesaba para novia. Ella sabía sacarle provecho a su inteligencia; como todos sabíamos lo buena que era para las materias más difíciles, nos sentábamos cerca de ella y en una distracción del maestro intercambiábamos exámenes, sin nombre, y ella los resolvía por nosotros, sus amigos. Así, ella sacaba diez y nosotros nueves y ochos, que eran excelentes, por lo burros que éramos.

Luego, cuando el profe nos daba nuestra calificación, sabíamos que teníamos que ponernos a mano con ella y darle cien o doscientos pesos, según lo que sacaras.

Lo malo fue que el profe de estadística era bien “perro”, porque no nos despegaba los ojos y, además, aplicaba cinco exámenes diferentes; por eso Lina nos advirtió que con él no se arriesgaría por nadie.

Para tratar de convencerla, acordamos hacer una fiesta dos días antes del examen, donde solo estaríamos: José Luis, Erick con su novia Josefina, Toño, René, Lina y yo.

“Pinche Julio César”, me reclamó Lina, “¡cómo se te ocurre organizar una fiesta tan cerca de un examen!”

“Es el cumple de Erick, y ni modo de no festejarlo”, le contesté con una mentira. “Además, te queda un día para estudiar.”

René consiguió un departamento que su tía Elba Esther tiene por el peri y nos cooperamos para las botanas. José Luis se encargó de traerse algunos pomos de una tiendota que su familia abrió hace como tres años; Erick llevó un modular que le prestó su amigo Raúl, a quien no invitó porque dice que ya no le cae muy bien, y algunos discos de Espinosa Paz con las canciones preferidas de Lina; Toño llevó una caja de refrescos que le regaló un tío suyo que anda en la política; yo me encargué de adornar el departamento, para lo cual invité a Lina para que me ayudara desde temprano.

“No sé para qué acepté venir”, me dijo ella mientras inflaba unos globos, “me remuerde la conciencia por haberle mentido a mi mamá diciéndole que nos íbamos a reunir para estudiar.”

“No te preocupes”, le dije bajando el tono de mi voz y tomándole una mano, “tú no necesitas estudiar, y yo…, como luego dicen: “El que nada sabe, nada teme.”

“Pues, por eso”, me dijo apretando mis dedos, “mejor te hubieras puesto a estudiar.”

“Ya supéralo, te prometo que mañana estudio”, le contesté y, sabiendo que se moría por mí, hice lo que nunca había hecho: le di un beso en la mejilla.

Más tarde, cuando ya habíamos consumido dos pomos de tequila, habíamos cantado las mañanitas y partido el pastel que llevó Josefina, René puso la canción de “El próximo viernes”, que le gusta mucho a Lina, y yo le pedí que bailara conmigo. Ella aceptó y, como ya estaba algo mareada, ni cuenta se dio cuando ya estábamos besándonos y acostados en la recámara.

Con la calentura al tope, y sin tomar precauciones, tuvimos relaciones sexuales con tanta vehemencia, por parte de ella, que me confirmó la pasión que sentía por mí. En un momento, como de lucidez, me separé y le dije:

“Perdóname, no debí hacerlo, soy muy poca cosa para ti. Tú eres muy inteligente y yo un bueno para nada; ya ves: en lugar de estudiar para el último examen, aquí estoy haciendo esta tontería.”

“No te preocupes”, me dijo mordiendo mi cuello y con la respiración entrecortada, “yo veré cómo te ayudo para que no repruebes.”

Efectivamente, no solo a mí, sino también a mis amigos, nos ayudó para no reprobar el que yo consideraba el último examen.

Desafortunadamente, la falta de protección nos llevó a que ella se hiciera una prueba de embarazo que resultó positiva y ese último examen nos cambió la vida para siempre.

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