Por: José I. Delgado Bahena
Hace ocho años que me vine de Oaxaca, invitado por mi amigo Pedro para apoyarlo como su asistente en la regiduría que le había tocado en la administración del ayuntamiento de esta ciudad. Lo hice con la emoción de poder realizar mi sueño de incursionar en la política, a la sombra de mi amigo, claro.
Solo que, en aquel entonces, yo vivía una relación de unión libre con Fidela, y habíamos tenido dos hijos: Mario, un niño que tenía ya doce años, y Dulce, de tres.
Por el entusiasmo que le puse a mi petición de que me permitieran venirme solo, para apoyar a mi amigo, logré convencer a mi familia de que se quedaran allá, en Teotitlán del Valle, mi pueblo natal, donde teníamos un taller para hacer tapetes de lana.
El negocio allá no iba tan mal. En temporada de turismo nos quedaba hasta para unas vacaciones. Incluso les dábamos trabajo a otras personas, como a un hermano de Fidela y a mi hermana Juana, quien había estudiado solo la secundaria y los sábados hacía su luchita por terminar la prepa abierta.
Aquí, en Iguala, las cosas resultaron muy bien y, aunque en la siguiente administración Pedro no fue tomado en cuenta para otra regiduría, en el partido lo han comisionado con buenos cargos y me ha incluido en su equipo, donde trato de relacionarme para hacer carrera, como ha sido mi anhelo.
Lo bueno, también, es que además del sueldo que gano, por casi no hacer nada, me llevo una lana más con las gratificaciones que me dan por servir de enlace entre la gente y los líderes. Con eso he podido mandar cada quincena una cantidad a mi vieja, por si les va mal en el taller.
Lo único que he extrañado es la calidez de mis chamaquitos y, a veces, las noches con Fidela. Por eso, aunque sea cada tres meses iba a verlos, hasta este diciembre que pasó.
Habiendo estado en el área de gobierno, no fue difícil conseguir algo pasajero con alguna muchacha, pero nada serio, solo sexo. Sin embargo, después de ocho años, algo tenía que pasar; no conmigo, con Fidela.
Mi hermano Julio me llamó, en enero, para pasarme el chisme de que mi mujer, pues, ya de plano, se había descarado, y estaba saliendo con Paco, un trabajador del taller a quien le dio empleo dos años después de que me vine.
Entonces, tomé la decisión de reducir la cantidad de dinero que mandaba; considerando solo lo necesario para mis chamaquitos. Así, sin decir agua va, mi relación con Fidela la di por concluida y me propuse buscar algo serio por estos rumbos.
La única opción que valía la pena fue la que encontré en Martha, una sobrina de Pedro que, de por sí, desde cuándo me andaba cerrando el ojo. Lo malo fue que al poco rato me salió con que no era lo que esperaba de mí, y me terminó.
Ese cortón acabó con mi autoestima y, para no correr riesgos de manera directa, mejor me puse a contactar chavas por el face.
Por supuesto, para no entorpecer mi carrera política, me inventé otro nombre (Carlos) y puse una foto de un joven que encontré en internet. De esa manera, me fui haciendo de varias amigas que, según sus fotos, estaban de buen ver.
Así conocí a Rebeca. Según ella, era de Chiapas y estaba por terminar su carrera de modista en la ciudad de Puebla de los Ángeles. Además, me dijo que tenía veinte años de edad y, como yo le dije que tenía veinticinco, en vez de los treinta y nueve que en realidad tengo, empezamos a encontrar coincidencias.
De esa forma nos fuimos conociendo y nos dimos cuenta de que éramos muy afines en muchas cosas.
Ella me dejaba mensajes en mi face todos los días y siempre me daba las buenas noches por Messenger. A los quince días ya nos sentíamos tan enamorados que, una noche, a punto de despedirnos, después de platicar un buen rato por Internet, me sorprendió con una pregunta:
“¿No te gustaría conocerme?”
“Por supuesto que sí”, le respondí.
“¿Y si te arrepientes al conocer mis defectos?”
“¡Cómo crees! Adivino en ti un alma noble y ningún defecto tuyo me importará”, le dije, convencido de mis palabras y del sentimiento que me provocaba.
Para eso, ella me preguntó que si yo podía ir a la ciudad de Puebla, aprovechando que venía el fin de semana largo del 21 de marzo, y ella no tendría clases.
Así que, con decisión y emoción, acepté sus sugerencias sobre dónde alojarme y dónde nos veríamos para comer. Me dijo que le pidiera al taxista que me llevara a la Antigua Fonda de la China Poblana, porque quería invitarme unos chiles en nogada.
De esa manera, confiando en sus recomendaciones, me hospedé en el hotel Central, el viernes en la noche, ya que habíamos quedado en que nos conoceríamos al día siguiente, en el restaurante.
Al llegar al lugar, por las señas que me había dado, la busqué cerca de una fuente que tiene el restaurante; lo que me extrañó fue ver que la mesa se encontraba ocupada por un muchacho que, al verlo de espaldas, me pareció como de veinte años.
Estaba por retirarme cuando el joven volteó, y me vio. En ese momento quise que me tragara la tierra. ¡Quien estaba en la mesa era Mario, mi hijo! Sin saber qué hacer, me acerqué a saludarlo.
“¡¿Tú eres Carlos?!”, me preguntó con un tono alto y cierto amaneramiento que le evidenciaban su homosexualidad.
“No sé a qué te refieres”, le dije, un poco atolondrado, “vine en busca de una chica que se llama Rebeca. ¿Qué haces aquí?”
No me respondió. Con un movimiento brusco tomó sus pertenencias, que tenía colgando de una silla, y haciéndome a un lado mediante un golpe sobre mi brazo, salió del restaurante dejándome un vidrio clavado en el alma.