Por: José I. Delgado Bahena
Cuando Adela me gritó: “¡No que ya no había nada con tu vieja!”, yo entraba al baño a lavarme los dientes, confiado en que no se daría cuenta del mensaje que mandé, pero con su grito supe que algo malo pasaba.
Aquella noche, según yo, habíamos arreglado nuestras diferencias y nos disponíamos a vivir, otra vez, juntos, allá, en Toluca, aprovechando que su mamá, quien se encontraba en los Estados Unidos, nos había prestado esa casa para no tener que andar rentando por otros lados.
Ella era de allá y como ahora ya es muy fácil llegar a la Ciudad de México, donde la empresa para la que trabajamos tiene su centro de operaciones, decidimos radicar allá.
No sé cómo fui tan güey que, mientras ella se bañaba, yo le escribí ese mensaje a Sonia diciéndole: “Te amo, te extraño”, solo eso; pero, irremediablemente, fue suficiente para que Adela no aceptara ninguna explicación.
Ya ni modo. Ahora sí que fui bien güey. Siempre he borrado los mensajes que le mando a la mamá de mi hijo, que vive aquí, en Iguala. Pero ahora, por las prisas, se me olvidó. ¡¿Cómo iba a imaginar que me iba a revisar el teléfono?!
“¿Por qué dices eso?”, le pregunté aún con la mejor cara de ingenuo que pude hacer.
“Por este mensaje”, me respondió aventándome el celular sobre el pecho.
No necesité leerlo. Sabía de qué se trataba.
“Pues, ¿para qué te explico? No me vas a creer…”, le dije con un tono de resignación más estúpido que ni yo me lo creí.
“¡Claro que no!”, me dijo mientras tomaba su bolso y se disponía a salir.
“Espérate. Vamos a aclararlo todo, tú sabes que sigo en comunicación con ella, solo por el hijo…”, le rogué.
“¿Para qué?”, me dijo en la puerta, “yo lo tengo todo claro: me obligaste a separarme de mi marido para que, según tú, hiciéramos nuestra vida con formalidad, con decencia; cosa que no creo que conozcas. Pero, en realidad, lo que querías es tener segura a la vieja aquí y a la otra allá, en tu pueblo, ¿no?”
“¿Entonces…?”, le pregunté con un hilo de esperanza, recordando las palabras de mi padre: “Las viejas solo se hacen las interesantes. Si les das por su lado, puedes tener a todas, pero también a ninguna, ten cuidado”.
“Nada. Haz lo que tengas que hacer y me avisas. Me voy. A mi regreso hablamos”, dijo, cerrando la conversación y la puerta para salir en busca de un taxi.
Los dos éramos empleados de una empresa internacional que distribuye complementos nutricionales, en la cual ambos habíamos destacado como promotores y capacitadores de grupos de vendedores en todo el país.
Ella tenía ese día una comisión para ir a la ciudad capital de Oaxaca para adiestrar a los futuros líderes de esa entidad.
Adela y yo habíamos sido reconocidos por la empresa al proyectar su filosofía de que “Ser empresario es la oportunidad de tener un negocio con libertad, con tu familia, con esperanza de lograr tus metas, con el reconocimiento que merece tu esfuerzo” y, la verdad, nos iba muy bien.
Mis ingresos me permitían mandarles a Sonia y a mi hijo algo de dinero. Ellos vivían aquí, en un cuarto que mis padres me prestaron para que me llevara a vivir a la que fue mi gran amor de adolescente.
Lo que sea, en cuestión de mujeres, la vida me ha tratado bien. Aquí, en Iguala, desde que anduve de taxista, conocí a varias chavas y, a mis diecinueve años, ya estaba casado con una que fue candidata a reina de la bandera en esa época. Bien guapa, y rica, además. Por eso me casé, por puro interés. Pero no contaba que la vida me iba a poner de frente con Sonia, la chava de la que viví enamorado desde que estudié la secundaria.
No lo pensé dos veces. Intercambiamos números de celular y a los pocos días ya estábamos saliendo. Íbamos a Tuxpan y nos metíamos a los hoteles que hay por ahí. De esos encuentros nació Alejandrito, mi adoración, y por él se me hizo fácil deshacer mi matrimonio; pero, ahora, se me hace muy difícil pedirle a Sonia que se vaya de la casa, para que yo pueda hacer mi vida con Adela, a quien ahora amo.
La verdad, el mensaje que le envié a Sonia, fue de pura cortesía porque, pues, amor, lo que se dice amor, ya no lo siento; pero, claro, me habría gustado que siguiera aquí para que, cuando yo viniera, pues, tener con quien pasarla bien, ¿no?
De cualquier manera, sospecho que Sonia me ponía el cuerno, o al menos eso pretendía. Lo sé porque tal vez se le olvidó que me sé la contraseña de su facebook y un día que abrí su cuenta leí unos mensajes que se envió con un tipo en los que se decían cosas bonitas y querían conocerse en persona.
Así que, remordimientos no los tenía. Por eso, un día que me encontré a Norma, la chava con la que estuve casado, platicamos y fuimos a pasarla bien, en un hotel, y también por eso le rogué por teléfono a Adela para que nos viéramos en Toluca, donde pensábamos vivir juntos, para arreglar las cosas.
“Solo que me digas que ya salió tu mujer de tu casa”, me respondió en un wats.
“Ya se fue a vivir con sus padres”, le mentí.
El día que quedamos de vernos en Toluca. Me fui muy emocionado. Llegué y, al abrir la puerta, me encontré a Adela acompañada de su marido, cargando en sus piernas al hijo que tenían.
“Así están las cosas, mi chulo”, me dijo poniendo en la mesa de centro de la sala un vaso de refresco que tomaba en esos momentos, “él está de acuerdo en que tú y yo vivamos juntos, pero con la condición de que también lo vea a él de vez en cuando, por el hijo, ya sabes. Así que tú decides…”