Por: José I. Delgado Bahena

Cuando Beatriz Libertad creyó que el tiempo se le iba “como agua entre los dedos” y a sus cuarenta y dos años no lograba su sueño de volver a casarse para tener otra vez una familia, decidió internarse en el océano de la información que ofrece Internet y buscar alguna página que le diera la oportunidad de conocer gente para relacionarse y “si Dios lo quiere” (se dijo), hallar por ese medio algún prospecto.

“Es que no quiero llegar a vieja y encontrarme sola”, le dijo a su madre una tarde que le comentó sobre su propósito. “Un día me vas a dejar y ya ves (le confió), mi hijo hizo ya su vida en los Estados Unidos y ni esperanzas de que se venga a vivir conmigo”.

“Pero ten cuidado (le advirtió Manuela, su madre), en el mundo hay mucha gente mala, no sabes qué clase de persona te puedes encontrar…”

“Ay, mamá, ni que fuera una niña, o una burra, como para no darme cuenta de sus intenciones”, le contestó Beatriz Libertad terminando la conversación y entrando a su recámara.

Desde que decidió terminar su matrimonio con José Guadalupe, el padre de su hijo, se había quedado sola, con su madre, en la casa paterna. La madre se mantenía con la pensión que le asignaron al jubilarse de maestra y Beatriz trabajaba como asistente de un contador que tenía su despacho por Las Américas y que le daba un buen pago por el gran apoyo que le daba. De manera que, para convivir mejor con su progenitora, decidió vender su antigua casa e irse a vivir con ella.

A los dos meses de agregar infinidad de amigos a sus contactos de Facebook, guiándose por las fotos, por el lugar de residencia de las personas y por el empleo que tenían, de acuerdo con la información que encontró en los perfiles, al fin hubo un mensaje que le dio las esperanzas buscadas.

Jesús, se llamaba el individuo, viudo, sin hijos y con domicilio en el Estado de México. Todos los datos le inspiraron confianza, con excepción del empleo: contratista.

Ese fue el primer tema que trató con él, después del saludo de Jesús y de las presentaciones que se dieron a través de la ventanita del chat.

“¿Contratista en qué?”, le preguntó.

“Ah, soy contratista de una constructora que, cuando tienen una obra por hacer, me piden que les consiga trabajadores y me llevo mis buenas comisiones”, le contestó él tratando de ser convincente.

De cualquier manera, Beatriz se hallaba deslumbrada por el hombre que veía en la fotografía: maduro, de piel blanca, bigote bien delineado, camisa y corbata. Esa apariencia le regaló la confianza para darle su número de celular y el de su casa; de manera que, invariablemente, durante casi tres meses, sostuvieron largas conversaciones ante la incrédula mirada de la madre de ella quien no terminaba por aceptar un tipo de relación tan fuera de lo común de su hija con un hombre que no conocía en persona y que, por eso, sentía que se precipitaba al decirle que ya lo amaba.

Pero, para conocerse mejor, Beatriz le pidió a Jesús que la invitara a pasar un fin de semana con él en su casa, en el municipio de Ecatepec, Estado de México. Jesús no pudo negarse y aceptó la visita.

Estaban en la sala de la casa cuando la puerta se abrió y entró el primer desengaño para ella. Un joven de aproximadamente veinte años saludó efusivamente a Jesús y le tendió la mano a Beatriz.

“Mira, amor (le dijo Jesús), él es Juan Luis, mi único hijo. Cuando él nació, su madre murió y desde entonces estamos juntos.”

“¿Por qué no me lo habías dicho?”, le preguntó ella con la mirada perdida entre las pupilas de él.

“Porque tenía miedo de perderte. Pero no temas, él es un buen muchacho, estudia la universidad y es muy educado. Le he hablado de ti y está dispuesto a aceptarte como su segunda madre”, le contestó Jesús tomando una mano de Beatriz y abrazando por los hombros a Juan Luis.

Beatriz Libertad se dijo que eso y más estaría dispuesta a aceptar por el amor que ya sentía por Jesús y se quedó dos días más a convivir con ellos.

En ese tiempo, el muchacho sintió tanta confianza hacia ella que se atrevió a pedirle, en ausencia de Jesús, que le apoyara con algo de dinero para su colegiatura, ya que, según él, últimamente su padre se encontraba muy limitado económicamente y no completaba para la mensualidad de la escuela.

Beatriz no solo hizo eso, también firmó un pagaré a un agiotista que le hizo el favor a Jesús de prestarle cien mil pesos con el compromiso de pagarle en cuanto tuviera trabajo.

Con la ilusión al tope, por creer que su relación se había afianzado con esas muestras de apoyo de parte de ella, Beatriz regresó a Iguala trayéndose la promesa de parte de Jesús, de visitarla en los próximos meses para formalizar todo y hacer planes para casarse.

Lo malo fue que, para matar los sueños de Beatriz, Jesús cambió su número telefónico y ella jamás pudo volver a comunicarse con él. Por amor, regresó a Ecatepec, hallando en la casa un aviso de “se renta”. Al preguntar con los vecinos encontró la respuesta, que fue la última sorpresa de su aventura amorosa:

“Ellos no eran padre e hijo, eran pareja, llegaron hace como medio año y se fueron sin despedirse de nadie”, le dijo el tendero.

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