Por: José I. Delgado Bahena

Esto que te cuento me pasó por el año de 1995. Fue cuando inicié mi tercer año de prepa, en una de las escuelas de la UAGro. La neta, nunca fui bueno para las matemáticas e iba muy mal en mis calificaciones; por eso decidí tomar cursos por las tardes, en la misma escuela, pero de oyente.


Cuando me presenté a hablar con la maestra de la clase de matemáticas, me pareció una persona gruñona y altanera; pero, en cambio, reconozco que estaba buenísima. Vestía una falda de color azul, tipo licra, y una blusa blanca que dejaba ver gran parte de sus lindos senos. En ese entonces, le calculé unos treinta y seis años. Después de aceptarme en su clase, lo primero que me dijo fueron sus reglas, yo le respondí que no había problema.


Al tercer mes de estar en su clase, platicamos por primera vez. Ella me preguntó qué era lo que se me dificultaba. Le respondí con honestidad que nunca me gustaron los números; solo sonrió; pero me dijo: “En otra prepa formé un taller de matemáticas, si gustas ir, son los días sábados, a las nueve de la mañana; con gusto te espero para aclarar tus dudas”. Me tomó del hombro derecho y se despidió de mí con un saludo y un beso en la mejilla, lo que nunca habíamos hecho.


El primer sábado que fui a tomar su taller me encontré con un grupo de, aproximadamente, diecinueve alumnos, de los cuales la mayoría eran mujeres. La maestra me vio y me dijo: “Pásale Alberto. Pensé que no vendrías, ya vamos a empezar”.


Dio inicio la clase, nos puso ciertos problemas, los comprendimos perfectamente, se terminó la clase y salimos del salón. Al estar esperando la combi para venirnos al centro de Iguala, la maestra, a bordo de su automóvil, nos dijo que nos daba un aventón, pero que iríamos amontonados.


Así nos vinimos; pero, al pasar por la Estrella de Oro, el vehículo empezó a tirar el agua del radiador. Empujamos el carro hasta la calle de Montebello, donde había un taller mecánico; los compañeros del salón se despidieron de la maestra y yo me quedé a acompañarla; observé que tenía libros y carpetas en el auto, que quedaría en el taller; me ofrecí a ayudarle, a lo cual me preguntó que si no tenía qué hacer o si mis padres no me regañarían, le respondí que no habría problema. Entonces, ella dijo: “Vivo como a cinco cuadras de aquí, vámonos en taxi”. Le respondí: “Si gusta, vámonos caminando, para que no gaste”. Ella accedió. Al ir caminando, me preguntó si tenía novia, le respondí que sí, y me dijo: “Al menos no niegas que tienes novia, eso es bueno”. Me preguntó mi edad y le respondí: “voy a cumplir diecisiete años”. “Y tu novia, ¿qué edad tiene?” “Diecinueve”, le respondí un tanto confundido por sus preguntas. Ella sonrió y me dijo: “Te gustan con experiencia, ¡ja, ja, ja!”

Cuando llegamos a su casa, me dijo: “Aquí vivo, te invito un refresco, pásale”. Acepté, entré y me senté en el sillón de su sala; vi unas fotografías de unos niños, le pregunté que si eran sus hijos, me respondió que sí, que estudiaban en la ciudad de Cuernavaca, en la universidad, que ella vivía con su mamá.
Al terminar de tomar el refresco me retiré despidiéndome de ella con un beso en la mejilla.


A mitad de la semana siguiente, Patricia, que así se llamaba la maestra, me pidió de favor que si le podía ayudar a limpiar una casa que tenía en un poblado cerca de Iguala, que era de su abuela materna y se la dejó a ella como herencia, que si podía el domingo, me esperaba a las ocho de la mañana, en su casa de aquí. Le dije que sí.


Se llegó el día y la hora acordada. Cuando llegué a su casa, ella ya estaba afuera, en su auto. Nos trasladamos al lugar. Al llegar, nos pusimos a barrer y a trapear; aproximadamente a las doce del día comimos. De pronto, ella se me quedó viendo y me dijo, sonriendo, que estaba asqueroso, que así mi novia no aceptaría que la abrazara. Yo, respondiéndole, le dije que sí me abrazaría, ya que estábamos acostumbrados a salir a correr y que terminando llegábamos a su casa, me abrazaba y hasta otras cosas hacíamos. La maestra rió a carcajadas y me dijo: “¡Ahora, con ustedes: el señor experiencia!” Yo le dije: “No tendré mucha, pero me defiendo”. Entonces, dijo algo que fue un reto directo: “¡Quién sabe, quién sabe, hay que comprobarlo, porque yo, de lengua me como un taco, ja, ja, ja!” Y me dijo: “No es cierto, es broma; además, estamos trabajando, yo también estoy asquerosa”. Para ese momento yo ya me sentía con valor, por eso me atreví y le dije: “Se ve hermosa, maestra, con todo respeto”. Ella solo sonrió y me dijo: “¿Qué crees que no he visto que, cada vez que me agacho, frente a ti, me ves mis senos? Eres igual a todos los hombres: babosos”. Yo, todo apenado, le dije: “Discúlpeme, maestra, no volverá a suceder”. Ella, viéndome fijamente en mi entrepierna, donde comenzaba a notárseme algo abultado, me dijo: “Ahora resulta que eres muy sentido”.


Como para suavizar el momento, salió a traer una cubeta con agua; al regresar, metió sus manos al agua, y me dijo: “Está riquísimo este líquido”, y comenzó a sacudir sus manos mojadas encima de mí, yo traté de quitarle la cubeta; pero, al momento de tomarle las manos, ella resbaló y nos caímos juntos. Con sincera preocupación, le pregunté si se había lastimado, me dijo que su cintura y sus pies. Le pedí permiso para sobarle sus pies. Al terminar de hacerlo, me dijo que le dolía un poco su cuello; le di un pequeño masaje, con eso me puse nervioso, pero me arriesgué y pasé mis manos sobre sus hermosos senos. Ella volteó a verme, entrecerrando sus ojos, y me dijo: “¿Por qué tardaste tanto?”

Fue lo último que hablamos. Me besó, y yo: como becerrito de año, le chupé sus dos volcanes; me ayudó a desnudarme e hicimos de todo. Ella llevaba un condón; pero antes de usarlo, me enseñó mil formas con las que una mujer puede hacer feliz a un hombre.


Esa experiencia fue inolvidable. Ahora, después de más de quince años de que ocurrió, y de tantas veces que lo volvimos a hacer, mi sexualidad se despierta cuando pienso que, a mis diecisiete años, fui capaz de tener entre mis brazos a esa mujer, tan sensual, que me enseñó más que matemáticas.

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