Por: José I. Delgado Bahena
Es la verdad: yo no deseaba hacerlo. Lo hice por necesidad… y por despecho, por venganza, por lo que quieras; pero, bueno… también por urgencia… de mi cuerpo.
Pues sí, mira: no es fácil aceptar que la emoción del amor o, al menos, de la atracción física, se pierda gracias a que de pronto te das cuenta de que te casaste con la persona equivocada.
Pero, ¿qué podría hacer? Cuando lo conocí, me sedujo su mirada, su porte, su estilo para hablar y hasta para bailar. Yo sabía que era nueve años mayor que yo, pero no me importó. Con su trabajo en la joyería me embobó, la verdad. Él me dijo: “ven”, y yo no pude hacer más que seguirlo, casarme y… hundirme en el arrepentimiento que por más de veinte años he sentido desde que nació mi primer hija.
¿Sabes qué me dijo cuando entró al cuarto del hospital y se dio cuenta que no era hombrecito?
“¡Pinche Andrea, me tenías que salir con esto!”
“¿Con qué esto?”, le pregunté asombrada de lo que sospechaba.
“¡Yo te dije claramente que no quería hijas, tenías que darme un machito!”
¡Hazme el favor, con la pendejada que me fue a salir! Efectivamente, cuando tenía seis meses de embarazo, se encariñó con mi panza y le hablaba como si lo estuviera viendo y supiera que era hombrecito. Le decía que le iba a enseñar a jugar futbol y lo iba a llevar con las viejas y otras tonterías. Yo no le hacía caso porque pensaba que sólo eran frases locas que se le ocurrían por la emoción de que iba a ser padre. En esa época no se usaban los ultrasonidos ni otros estudios para saber qué ibas a parir, hasta que nacía… ¡y nació mujercita!
Ese fue el principio del final. Desde entonces, comenzó a tomar de más. Llegaba borracho y me insultaba, me decía que me metía con otros hombres y que, seguramente, la niña no era suya.
Yo me aguantaba nomás por decencia. Me aguanté sus insultos y sus violaciones porque, cuando yo no quería tener sexo, me obligaba y me decía que no dejaría de maltratarme hasta que tuviéramos un hijo, un machito.
Yo me aguanté todo, me aguanté; pero nomás por una razón: volví a quedar embarazada.
Cuando él se dio cuenta de que me crecía la panza, me reclamó y me dijo que por qué no le había dicho.
“¿Para qué?”, le contesté, “al cabo que no te importamos ni yo, ni tu hija.”
“Sí me importan. Pero esta vez más te vale que ahora sí sea un machito”, me advirtió.
Lamentablemente, para todos, no fue hombrecito, ¡fueron dos mujercitas!
Yo no sabía que tendría gemelas, ni el médico lo advirtió. Fue una sorpresa grande para mí, pero más para él. Ya te imaginarás lo endemoniado que se puso. De puta no me bajaba y siguió asegurando que lo hacía güey, ¡hasta con José, nuestro compadre!
La verdad, por esos días, ganas no me faltaban de ponerle el cuerno y de dejarlo; pero me aguanté, nomás porque mi madre me decía que a dónde iba a ir yo con tres hijas que mantener.
Eso era muy cierto porque, pues, yo no estudié mucho y, aunque siempre me ha gustado trabajar, no podía hacerlo, porque Pablo, mi marido, no me dejaba y, además, tenía que atender a mis hijas. La grandecita ya estaba en la primaria, pero las gemelas me salieron enfermizas y a cada rato tenía que jalar con ellas pal hospital.
Pablo, de plano, agarró la borrachera a lo grande. En la joyería lo corrieron porque se perdieron unas alhajas y le echaron la culpa; entonces, consiguió un dinerito, compró un permiso de un taxi y se asoció con el compadre José quien puso el carro y se turnan para trabajarlo.
Lo que sea, aunque sea poquito me daba para los alimentos; pero él seguía de borracho. Lo que menos me gustaba, era que llegara en la madrugada exigiendo la cena y hacía que me levantara; lo dejaba en la cocina y me iba a acostar; luego llegaba y me exigía que tuviéramos sexo. La verdad, casi siempre se quedaba dormido y no acababa; pero en una de esas que sí pudo, me volvió a embarazar y ¿qué crees? Ahora sí fue hombrecito.
Claro que Pablo se puso doblemente feliz. Una porque pudo hacerme otro hijo y la otra porque fue niño.
Sólo que el pretexto ahora fue ese y se emborrachaba más.
Una noche llegó vomitándose de tanto alcohol que había tomado. Yo estaba con el niño y él me gritó que le diera de cenar. Como no fui, llegó a la cama y me jaló de los cabellos, me arrastró por el cuarto, me golpeó con sus zapatos duros, que traía puestos, y me lastimó muy feo de la cara y de otras partes del cuerpo. Yo gritaba mucho y, gracias a eso, vino una vecina que llamó a la policía y se lo llevaron detenido.
Estuvo dos días preso; creo que lo fue a sacar el compadre José. Desde entonces, dejamos de vernos como marido y mujer y no dormimos en la misma cama. Lo malo es que él dejó de darme dinero suficiente para la escuela de mis hijos, sólo compra alimentos en el mercado para surtir el refri. Mis tres hijas ya están grandes y tienen una carrera; el chamaco está en la secundaria y necesitamos más dinero del que nos da Pablo. Por eso, como aún me siento con buen cuerpo, si algún conocido me tira los perros, pues, yo le digo: “sí, vamos a donde quieras, pero me tienes que ayudar con algo de dinero.” Casi siempre dicen que sí y pues así me ayudo para cubrir la necesidad de los gastos de la casa… y de mi cuerpo; porque, pues, una es mujer y si en casa no tienes lo que tu cuerpo te pide, pues, ni modo: hay que buscarlo, hay que buscarlo…