Por: José I. Delgado Bahena

Desde que me casé con Mayra, supe que mi vida sería de pura mala suerte. Para empezar, mis suegros me casaron con ella a la fuerza porque… pues, no se cuidó, la muy taruga, y resultó embarazada. Sinceramente, yo no la quería, pero ya con la panzota, y luego: menor de edad, pues ¿qué podía hacer?

Lo bueno es que yo había estudiado al menos una licenciatura en la UPN y así pude conseguir unas horas de clase, como maestro, en una escuela de esta ciudad. La verdad es que de la materia Sociedad y Valores, que me pusieron a enseñar, no sé nada; pero, pues, de todos modos los chamacos hacen todo. Yo les doy los temas y ellos investigan, exponen su clase, hacen sus tareas y, como no saben nada, salen mal en los exámenes y entonces viene lo mejor, porque, para aprobarlos, les pido algunos billetitos; así ya no hay pleito y con eso completo para mantener a Mayra y a los otros dos hijos que tuvimos después.

“Jaime”, me dijo Mayra un día, “…la niña quiere estudiar ahí, donde tú enseñas; te digo para que hables con el director y le apartes un lugar.”

Por supuesto que no estuve de acuerdo; de por sí que mi hija ni me quiere desde que le dije que ella nació solo porque, en esa época, su madre y yo no tuvimos un condón a la mano; y luego, tenerla cerca de mí…

De manera que logré convencerla de que mejor se inscribiera en otra escuela de bachillerato que está por el sur de la ciudad, un poco lejos de la casa; lo único malo es que le tocó de tarde, salía ya muy noche y ni Mayra ni yo podíamos ir a traerla.

Yo seguía con mis clases, que pocos de los muchachos entendían y siempre andaban pidiendo que les ayudara y les aumentara calificación, para no reprobar. Algunos de plano llegaban con un billetito entre las hojas de sus trabajos y, así, ni quién les dijera nada; sin necesidad de revisarlo les ponía su buena calificación. Algunas chavitas me daban entrada con tal de que les ayudara y, pues… uno es hombre, ¿no? Con las que me gustaban, lo arreglábamos de esa manera. Pero si alguno se creía muy listo y no aportaba nada, pues, se la hacía cansada y no le recibía la tarea, ni la revisaba, solo le decía que la volviera a hacer porque, según yo, la había bajado de internet.

Todo iba de maravilla, hasta que llegaron las fiestas patrias de ese año, y Eloísa, mi hija, me pidió permiso para ir a dar el “Grito” a la explanada; además, dijo que se iría con una compañera a su casa, a cenar, porque habían organizado una noche mexicana.

En realidad, era Mayra la que manejaba eso de los permisos para los hijos y le dejé también la responsabilidad de esa noche, para Eloísa. Solo me ofrecí a llevarla al centro, donde se vería con sus amigos, la dejé ahí y regresé a la casa para ver el “Grito”, en la tele, en compañía de Mayra y nuestros otros dos hijos: Saúl y Sergio.

Los muchachos estudiaban en la secundaria. Saúl iba en segundo y Sergio en primero. A ellos sí los quería, porque fueron deseados, y los cuidaba mucho. Cuando Mayra les llamaba la atención o les negaba algún permiso, entonces yo intervenía y resolvía todo. Eran mis favoritos, mis consentidos, y por ellos me esforzaba en mi trabajo, para traer más dinero y llevarlos al cine o al futbol.

Ese día, el quince, había tenido un pequeño problema en la escuela porque un alumno insistía en que su trabajo estaba bien hecho; pero, pues, ¿cómo, si no le había puesto un billetito…? Yo le dije que parecía niña, por su terquedad, y luego luego me fue a acusar con el director. Mi jefe me mandó traer, yo lo negué todo y solo me pidió que tuviera cuidado.

En esas reflexiones estaba cuando, de pronto se interrumpió la transmisión del “Grito”, de la Ciudad de México, que veíamos en la tele. El locutor dijo que en esta ciudad, donde vivimos, se había desatado una balacera entre los grupos delictivos, en plena explanada municipal, y que mucha gente había sido alcanzada por las balas.

Mayra se asustó y comenzó a dar de gritos, por su hija. Salió corriendo de la casa, la alcancé y le dije que se esperara, que iba por el coche. En cuanto traje mi “Chevy”, mis hijos se subieron atrás y Mayra al frente. Al pasar por las oficinas de CAPAMI, donde no sirven los semáforos, un automovilista venía en loca carrera y, sin esperar a que pasáramos, se nos impactó del lado del asiento de Mayra.

Por la fuerza del golpe, mi puerta se abrió y fui a caer al piso, por eso pude ver que mi auto invadía, de lado, el otro carril; al pasar por el camellón dio una vuelta y quedó con las llantas hacia arriba.

Como pude, lastimado y todo, corrí hacia mi carro. Lo que vi me llenó de tristeza y desesperación: mis dos hijos estaban prensados entre el techo y los asientos del Chevy; mi mujer tenía un golpe en la cabeza y estaba desangrándose. Cuando llegó la Cruz Roja, que alguno de los curiosos llamó, los tres estaban muertos, nada pudieron hacer por ellos.

Después de todo lo que viví ese día, solo me quedó la esperanza de recuperar a mi hija, a quien, afortunadamente, no le pasó nada; pero, sinceramente, mejor Dios me hubiera dejado a mis chamacos, porque, como están las cosas, seguramente, al ratito Eloísa me saldrá con su “domingo siete”, y todo por la mala suerte que me cargo.

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