Por: José I. Delgado Bahena

Conocí a Érika en una de las posadas que organizamos con los vecinos por donde vivo. Como es costumbre, cerramos las calles y nos quedamos, después de romper las piñatas y repartir aguinaldos entre los niños, a tomar la copa con los cuates y uno que otro colado.


Entre los “colados”, llegó Érika, invitada por mi hermana Paola.


A mi amigo Yair le había tocado poner los tamales y solo cumplió llevando unas cuantas hamburguesas que no alcanzaron más que para los adultos ya mayores.


De cualquier manera, a los jóvenes nos interesaba más el chupe que la comida. Maribel, la vecina que vive frente a nosotros, y es amiga de mi hermana Paola, sacó su modular y puso algunas canciones para bailar. Lo bueno es que, como en este año no hubo vigilancia de la policía, pudimos quedarnos más tiempo sin preocuparnos de nada.


Como a las doce de la noche el ambiente ya se había prendido; entonces, Érika me dijo: “Por qué no me sacas a bailar”. Yo no dije nada, pero la tomé de la mano y nos pusimos a dar vueltas, como bailan los chilangos. En una de esas vueltas, como ya estaba ella muy mareada, casi nos caemos y la tuve que abrazar y quedaron muy cerquita nuestras caras.


“Como que me quieres dar un beso”, me dijo al oído.


“A lo mejor sí”, le contesté mientras le ayudaba a sentarse junto a mi silla, “pero no aquí.”


“¿Entonces dónde?”, me preguntó insinuante mientras le daba un trago a su vaso con whisky.
“Donde tú quieras”, le respondí muy seguro y muy contento de que Esperanza, mi novia, no hubiera querido ir a la posada.
“Apunta mi número de celular, a ver si no te rajas mañana que ya no estés borracho”, me dijo.
Entonces, con un torbellino dentro de mi cabeza, por descubrir en mí a un Alfredo que no conocía, saqué mi cel y registré su número, pensando, todavía, que solo era una ocurrencia de ella, por el momento y nada más.
No fue así.
Era medio día cuando me llegó su mensaje.
“¿Entonces ké?”, me mandó con esa ortografía con que se escriben ahora los textos por el cel.
“Lo que tú digas”, le respondí.
“Te espero a las tres junto a la “mona”, frente a la Estrella de oro, para que me invites a comer”, me dijo en un mensaje escrito de mejor manera.
“Ahí nos vemos”, contesté sin dudar ni un minuto de que estaría puntual, o quizá antes.
Después de bañarme, le pregunté a mi hermana sobre su amiga.
“Pues… es muy liberal, vive sola, pero es muy responsable en la empresa”, me dijo, como si le hubiera pedido su carta de recomendación.
“Está bien”, le dije escuetamente sin darle mayores explicaciones.
“No le vayas a jugar chueco a Pera”, me advirtió, recordándome a mi novia.
No le respondí. Tomé una botellita de agua del refri y subí a mi cuarto.
Sinceramente, yo nunca le había sido infiel a Esperanza; pero Érika tenía algo que me atraía hacia ella. No sé si su mirada o su voz. Tal vez su categoría para desafiarme o el misterio que se ofrecía ante mis ojos por lo no vivido. O, ¿por qué no decirlo?, su hermoso cuerpo y sus prominentes pechos. Por lo que sea, pero ni la imagen de mi novia me detuvo.
Media hora antes de las tres, me subí a mi Chevi, pasé a cargar gasolina y me fui directito a la “Mona”.
Érika aún no llegaba; pero no pasaron ni diez minutos cuando descendió de un taxi muy cerca de mi carro. Al verme, sonrió y se dirigió hacia mí. Me bajé, le abrí la puerta y se subió.
“¿A dónde vamos?”, le pregunté con mi voz un tanto temblorosa.
“A comer. Tú elige el lugar. Por mí ya te ganaste un punto, por ser amable conmigo.”
Sin responder, encendí el auto y arranqué hacia Tuxpan. Llegamos a un restaurante donde pedimos unas mojarras a la diabla y unas cervezas.
“¿Te gusto?”, me soltó de pronto mientras yo le daba un trago a mi Victoria.
“Sí. ¿Por qué?”
“Porque estoy buscando una razón para estar aquí, contigo.”
“¿Yo te gusto?”, le regresé la pregunta como para seguir con la conversación.
“Supongo que sí. ¿Quieres que pase algo hoy?”
“Lo que tú quieras.”
“Después de comer vemos”, me dijo al ver que ya nos habían llevado nuestro pedido.
Al terminar con las mojarras y otras cuatro cervezas cada uno, pagué la cuenta y nos dirigimos a mi carro.
“¿Entonces…?”, le pregunté.
“Llévame a un lugar íntimo. Quiero ver qué pasa estando a solas contigo”, me sugirió dejando su mano sobre mi pierna.
Con ese roce fue suficiente para que yo llegara encendido al hotel. Pero mi sangre hirvió al ver su desnudez, su escultural cuerpo y su respiración tibia en mi cuello me nublaron los sentidos. Quizá por eso, no metí ni las manos cuando me dijo:
“Prométeme que me comprarás un celular, ayer vi uno muy bonito que me gustaría estrenar para tomarme fotos y mandártelas por whats.”
“Claro que sí”, le respondí abriendo mis brazos y desatando mis deseos para recibir su cuerpo que se me entregaba por completo.
Primero fue el celular, luego unos zapatos, siguió un vestido y ayer me pidió una tableta. A quince días de haberla conocido, mi tarjeta de crédito está llegando al límite; pero bien vale la pena porque, no lo puedo negar: me hace pasar tardes inolvidables.

Comparte en: