Por: José I. Delgado Bahena

Lo que son las cosas: siempre me había creído un cobarde, el más cobarde del mundo, sin duda. Así lo pensé desde que era un chamaco. Mis amigos eran bien aventados. Nomás veían a una muchacha guapa del pueblo y luego luego le cantaban. Así eran. No les preocupaba que les dijeran que no; siempre se arriesgaban y casi nunca les fallaba. En cambio yo…

Recuerdo… una vez, Malena, una chava que me gustaba y vivía a media cuadra de mi casa, la invité a bailar en una fiesta del Segundo Viernes, me dijo que lo haría a las veinte canciones; iban catorce cuando se acabó la fiesta y, pues… así fui siempre: indeciso, tímido y cobarde. Hasta que llegó Sandra al pueblo. Ella era hija de unos amigos de mis padres que se habían ido a los Estados Unidos, pero decidieron regresar a México y se trajeron sus cosas y a sus dos hijos: Luis y Sandra.

Desde que la conocí, me dije: por esta soy capaz de todo. De plano me enamoré a lo buey. Ella se dio cuenta y comenzó a coquetearme y a decirme que cuándo la invitaba al cine o a una alberca. Yo me dije: ¿qué esperas Jesús? Esta es la buena. Me decidí, no a pedirle que fuera mi novia; sino que se casara conmigo.

Para ese entonces, yo tenía un trabajito en el centro del pueblo: cuidaba un cyber. El dueño me contrató porque en la prepa había aprendido a manejar la compu y sabía utilizar otros programas.

Total: me casé con Sandra, y ahí empezó mi verdadero martirio.

Como ella sabía que me tenía loco, me hacía como quería.

La verdad, no sé si en Estados Unidos sean así los matrimonios; pero me obligaba a lavar los trastes y la ropa, a hacer el aseo y a comprar las cosas en el súper. Ella solo tenía la responsabilidad de hacer la comida y se pasaba viendo la tele mientras yo estaba en el cyber.

Para acabarla, según ella, para no aburrirse, se consiguió un trabajo de auxiliar en una guardería y se iba todas las mañanas a cuidar escuincles. En ocasiones regresaba temprano; pero había días, como los viernes, cuando iba a “Letrópolis”, un club de lectura que hay en el CBTis, entonces regresaba ya muy tarde.

Yo le contaba a Juan, mi mejor amigo, sobre mi situación, y me decía que si ya no la soportaba que nos separáramos. Una noche, después de que ella me evadiera para no tener sexo, le dije que, si ya no me quería, mejor nos fuéramos cada quien por nuestro lado. Su respuesta fue inesperada para mí.

“Ahora te aguantas, chiquito”, me dijo, al tiempo que daba un tirón de mis cabellos, “quisiste boda para tenerme contigo, ¿no? Hasta que yo diga, seguiremos juntos.”

Fue por ella que conocí el libro del Manual para perversos; se lo prestaron en su club y lo dejó en la casa. Un día me lo llevé al cyber y, cuando no tenía nada qué hacer, me ponía a leer.

Cuando ella me presentó a su dizque amigo, ya había leído más de la mitad del libro, y me había dado cuenta de que en el mundo hay tantas personas como yo, que son abusadas de alguna forma y no les queda de otra que aguantarse, hasta que explotan y hacen barbaridades.

“Mira, Rojas”, así me decía ella, porque es mi apellido, “te presento a mi amigo Jair, no vayas a pensar mal, solo somos amigos; además…” me dijo sonriéndole a Jair, “a él no le gustan las chicas, entiendes ¿ok?”

En ese momento le creí porque aún no abría los ojos, pero cuando terminé de leer el Manual sentí que mil hormigas me mordían el cerebro. En su lectura comprendí que hay mucha gente mala, que se aprovecha de los que somos muy confiados, y eso me animó a vigilar a Sandra.

Por supuesto, mis sospechas fueron ciertas. El tal Jair era su amante. Se veían en el club de lectura y de ahí se iban a un hotel.

Desde esa tarde, en que los descubrí, comencé a planear cómo resolvería esto. Con los personajes del Manual había tomado valor, pero no sabía qué hacer. Además, pues… la verdad, a mi vieja le tenía miedo.

Una tarde, estando en el cyber, llegó un tipo, ya grande, como de cincuenta años, alto y flaco, sin bigote, pero con barba canosa; me pidió una máquina y, cuando le ayudaba a conectarse, me dijo:

“A ti te maltrata tu vieja.”

“¿Por qué dice eso?”, le pregunté intrigado.

“Sería difícil de explicarte y necesitarías ser muy cabrón para entenderme”, contestó acariciando su barbita. “Si gustas que te ayude, solo envíame un mensaje a mi celular.” Me dio un papel arrugado con un número telefónico y se concentró en la compu.

Sinceramente, no sé si fue él quien hizo todo. En la noche le envié un mensaje dándole detalles de Sandra, le dije que quería verla muerta. Al siguiente día, al salir de la guardería donde trabajaba, una camioneta la atropelló y la mató. Nadie pudo ver las placas. No supe más del tipo, hasta ayer que, después de dos años, me llegó un mensaje de él a mi celular para indicarme que debería ir, en la noche, junto al corral de toros.

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