Por: José I. Delgado Bahena
“Tal vez…”, me dijo con una sonrisa irónica, “si me hubieras dicho la verdad, te habría querido toda la vida, incluyendo a tu hija, aunque no fuera mía.”
“Pero… ¿cómo supiste que el bebé que esperaba no era tuyo?”, le pregunté, sorbiendo el preparado de tamarindo que había pedido en el “Osito”, la nevería del zócalo.
“No me gustaría decírtelo”, me contestó cabizbajo.
Ante su negativa, guardé silencio. Fue un hueco enorme que me sirvió para recuperar la desventura de hacía casi dos años.
Él, Francisco, era dos años menor que yo. Recién había terminado de estudiar su carrera de ingeniero agrónomo y batallaba mucho para conseguir empleo. Yo ya tenía tres años de haberme recibido de abogada y apoyaba a Gerardo, un licenciado, amigo de mi padre, en un bufete que tenía por el centro de la ciudad.
Gerardo me confiaba los asuntos menores, como embargos y adeudos vencidos, y fue así como conocí a Francisco. La madre de él tenía un retraso enorme en el pago de las letras de un terreno y, al presentarme en su domicilio, para hacer el reclamo, fue el hijo quien me atendió y se puso al frente del pleito.
Desde que nos conocimos nos gustamos; entonces, con el pretexto de resolver el caso de la mejor manera, comenzamos a salir.
Después de llegar a un arreglo para la forma de cubrir su deuda, él me pidió que nos siguiéramos viendo, como amigos; pero a la segunda cita fuimos a dar a un hotel donde nos reconocimos en una compatibilidad del carácter y en los modos para relacionarnos en la intimidad.
Definitivamente, Francisco, a pesar de su apellido: Garrama, era el chico perfecto para mí; con solo un defecto: no tenía trabajo. Sin embargo, me dije que lo alentaría para conseguirlo y, mientras, lo apoyaría en la búsqueda.
Para no perder el tiempo, en lo que hallaba empleo, se iba al estacionamiento del antiguo cine Independencia a lavar los carros, y con ese poco de dinero se mantenía y apoyaba a su madre en los gastos de su casa.
A los dos meses, al notar que yo había quedado embarazada, decidimos casarnos; por lo civil, primero, y a la semana siguiente por la iglesia católica. Para esto, hicimos lo que toda la gente hace: buscamos padrinos para todo, entre nuestras amistades y algunos de los familiares que él y yo tenemos.
Solo le pedí que aceptara que nuestros padrinos de boda fueran mi jefe, el Lic. Gerardo, y su esposa, ya que yo los apreciaba mucho.
El contrato matrimonial lo acordamos por bienes separados y la ceremonia religiosa sería en la iglesia de Padre Jesús, de Tomatal, porque la fiesta sería en la cancha de ese pueblo ya que Ignacio, el padrino de salón, era de allá y fue lo único que nos pudo pagar.
La boda civil se realizó en mi casa, teniendo como testigos a mi jefe: el licenciado Gerardo y a un compañero del despacho: Diego. Solo hubo un convivio y no tuvimos fiesta, ya que preferimos dejarla para la siguiente semana.
Durante los siete días que faltaban, nos dedicamos a ultimar detalles y acordamos dejar de vernos el sábado, para llegar a la iglesia de Tomatal cada quien por su lado, para inyectarle emoción al acontecimiento.
Pero sucedió lo inesperado. Francisco me dejó plantada. El padre Salvador, que nos uniría en matrimonio, esperó casi hora y media y nos dirigía palabras de aliento, a mis padres y a mí, por la tardanza del novio; argumentaba que algo le habría pasado y no tardaría en llegar.
Por más que llamé a su celular nunca contestó y no llegó a la iglesia. Los invitados se retiraron sin disimular su contrariedad al verme sentada en una de las bancas, llorando.
A los cuatro días recibí un mensaje de él a mi celular, solo decía: “No me culpes, sé que el hijo que vas a tener no es mío.”
“¿Quién te lo dijo?”, le insistí, regresando de mis pensamientos y observando que jugueteaba con su celular.
“Tu jefe, Gerardo. Me llamó muy temprano, el mismo día de la boda, para decirme que el hijo era de él y que no tenías dos meses de embarazo, sino tres. Fui a verlo y me mostró los resultados del estudio de laboratorio que él guardaba con tu nombre. Me pidió que no nos casáramos por la iglesia, porque quería seguir siendo tu amante. Me aseguró que él anularía el enlace civil y, con un dolor tremendo en el alma, acepté».
Hizo una pausa para luego clavarme una puñalada con una pregunta: “¿Por qué te casaste con Diego, cuando apenas había pasado medio año de nuestro frustrado casamiento?”
“Porque él es el verdadero padre de mi hija, y no Gerardo, como él cree”, le contesté sin prisas, dejando caer cada palabra como un río de desaliento que penetraba por sus oídos.