Por: José I. Delgado Bahena
Cuando mi hermano Alfredo nos avisó que se iría a la ciudad fronteriza de Tijuana, a todos nos entristeció; pero más a mí, porque al ser él mi hermano mayor siempre me sentí protegido bajo su sombra, y sus pasos eran para mí el modelo a seguir. Incluso, cuando él se fue al laboratorio clínico donde lo habían invitado a trabajar, yo estudiaba la preparatoria en la especialidad de técnico laboratorista.
De cualquier manera, en aquellos años, estaba yo por cambiar mi decisión; ya que, estando en sexto semestre, me enamoré de Jazmín, una chavita de primer año que estaba en “conta” y ya hasta mejor quería ser contador.
En ese entonces yo no lo advertía bien; pero después me di cuenta que prefería a las chavas que eran mucho menores de edad que yo. Por eso, cuando estuve en la universidad, a pesar de tener compañeras guapísimas, prefería ver a las niñas de secundaria o de prepa y mis novias eran de ese nivel.
Después, cuando terminé mi carrera y me ofrecieron trabajo en un laboratorio de aquí, conocí a Minerva, un día que llegó a hacerse unos estudios, y al poco tiempo me casé con ella. Al hacerlo, pensé que dejaría ya mi interés por las chavas menores que yo; pero no, no pude evitar tener algunas aventuras con chicas de prepa o de otras escuelas, a las que yo les llevaba algunos años.
Alfredo se había quedado en Tijuana, se casó allá y tuvo unos gemelos que solo conocíamos por fotografía. Cuando ellos cumplieron quince años, vinieron a visitarnos y nos dimos cuenta, en casa, que habían sacado el lunar que mi madre tenía en forma de mariposa en su mano izquierda, solo que ellos en una pierna.
Hace un mes cumplí los cuarenta años de edad y, para festejarlo, mis cuates del laboratorio me invitaron a un bar que está cerca de Soriana. Ya llevábamos como cinco cervezas cuando vimos que entraron cuatro chavas, como de veinte años, que se sentaron en una mesa de un rincón del bar. De inmediato advertí que una de ellas se me quedaba viendo insistentemente. Yo le correspondí y le hice un ademán de salud, con mi cerveza. Ella contestó con su vaso, de no sé qué bebida, y con eso tuve. Cuando me di cuenta estaba yo sentado con las chavas y mis cuates ya se habían ido.
Desperté como a las once de la mañana, en un hotel, y con una gran cruda. Me puse a recuperar lo que había pasado y me acordé que me había salido con Faby, la chava que brindó conmigo.
Me vestí de prisa; pero, al revisar mis bolsillos, me encontré un pedazo de papel de baño con un recado: “Me tuve que ir, te dejo mi número de teléfono. Me llamas. Fabiola.”
A Minerva le dije que me había quedado a dormir en casa de Marcos, uno de mis cuates, porque ya estaba muy borracho y no quise manejar así.
Una semana después le llamé a Faby, pero no me contestó. Entonces le mandé un mensaje para que supiera que era yo. Como dos horas después me respondió y desde entonces comenzamos a vernos cada vez que podíamos.
Ella era enfermera. Tenía dos años que había terminado su carrera y trabajaba en el Hospital General de Taxco, me dijo. Además, me contó que con frecuencia se quedaba allá con unos tíos que tenía. No aceptó que la fuera a visitar en Taxco porque, según ella, sus familiares eran muy estrictos. Yo le dije que era casado, pero que ya no me llevaba bien con mi mujer y casi no dormíamos juntos, que seguíamos casados nomás por mi hijo. Eso no era cierto. Le mentí, en cuanto al niño, porque Minerva y yo no habíamos podido tener hijos y eso era motivo de inconformidad para mí, porque ella era la del problema.
Total que, en esas condiciones, Faby y yo nos seguimos tratando y me fui enamorando de ella a pesar de que nos veíamos pocas veces a la semana, y siempre a escondidas, “por mi familia”, decía ella. Si íbamos al hotel, era por las noches, para evitar ser vistos, y no encendíamos las luces, “por si hay cámaras”, objetaba.
A ella no le importaba la diferencia de edad, como dieciocho años, y decía que se sentía muy a gusto conmigo, pero que no estaba segura de querer formar un hogar con un divorciado.
Un día, después de casi dos años de andar con Faby, me decidí a jugarme el todo por el todo y le pedí el divorcio a Minerva. Me hizo el drama, pero aceptó.
Con esa noticia llegué con Faby y le pregunté si estaría de acuerdo en vivir conmigo.
“No puedo hacerlo”, me dijo, “perdóname; pero, la verdad, es que soy casada. Mi esposo es un médico de Taxco, tiene su consultorio allá y con frecuencia me quedo con él”.
Muy decepcionado, le pedí que, al menos, fuéramos a despedirnos, “como se debe”, en nuestro hotel preferido.
Aunque era ya algo de tarde, aceptó.
Con la última luz del día pude ver su bien formado cuerpo en todo su esplendor. Con esa misma luz le descubrí una mancha en forma de mariposa que tenía en su pierna derecha.
“Es la marca de mi padre”, me dijo con presunción, “tengo dos medios hermanos, que son gemelos y también la tienen. Él vive en Tijuana. Mi madre lo conoció durante unas vacaciones que fue a pasar allá y de esa relación nací yo”.